‘El prisionero del César’: la emocionante historia del rebelde galo Vercingétorix y su carcelero centurión en el lugar más siniestro de la Antigua Roma
Visita con el escritor Massimiliano Colombo al Tullianum, el pozo en que se encerró al líder guerrero en espera de ejecución, y escenario principal de una gran novela histórica sobre el personaje
Hace un día convenientemente gris y lluvioso en Roma para visitar uno de los lugares históricos más siniestros e inhóspitos de la vieja ciudad. Temprano por la mañana no hay apenas un alma en el Foro y las ruinas exhalan como un vapor un aura oscura de poder y de misterio. La columna de Trajano despunta a lo lejos entre los pinos y todavía más allá muestra parte de su perfil el Coliseo. En la vecindad del templo de Saturno, con sus seis fríos dedos de márm...
Hace un día convenientemente gris y lluvioso en Roma para visitar uno de los lugares históricos más siniestros e inhóspitos de la vieja ciudad. Temprano por la mañana no hay apenas un alma en el Foro y las ruinas exhalan como un vapor un aura oscura de poder y de misterio. La columna de Trajano despunta a lo lejos entre los pinos y todavía más allá muestra parte de su perfil el Coliseo. En la vecindad del templo de Saturno, con sus seis fríos dedos de mármol, y el arco de Septimio Severo, en una plaza abierta y adoquinada en la que desemboca el clivo (calle en pendiente) Argentario se alza la iglesia barroca del siglo XVII de San Giuseppe dei Falegnami (Carpinteros), en cuyos bajos figura en letras de metal sobre el dintel de entrada la palabra “Mamertinum”. El edificio se levanta sobre la famosa cárcel Mamertina, la tristemente célebre prisión de la Antigua Roma en cuyas entrañas subterráneas está el Tullianum o Tuliano, un espacio de dos cámaras la inferior de las cuales -que es la que suele denominarse propiamente con ese nombre o como Tullus- era el terrible, repugnante y claustrofóbico pozo subterráneo donde se encerraba a los grandes enemigos del Estado condenados a muerte en espera de su ejecución (los romanos no aplicaban la pena de cárcel).
Uno de los más ilustres prisioneros históricos en ese lugar de pesadilla y oprobio, al que sólo se accedía por un agujero en el suelo de la habitación superior, fue Vercingétorix, el líder de la revuelta de la Galia vencido en el 52 antes de Cristo en Alesia por Julio César, un personaje del que sabemos muy poco y que es popularmente conocido sobre todo por el inicio de los cómics de Astérix, donde se le ve arrojar las armas sobre los pies del general romano al rendirse. La historia real fue mucho menos graciosa de lo que contaron Uderzo y Goscinny (como no tuvo ninguna gracia la guerra de las Galias, que bañó en sangre la provincia): al vencido Vergincétorix lo llevaron cautivo a Roma donde aguardó cinco años y medio, hasta el 46 a. C., para participar al fin en el triunfo -el característico desfile de la victoria de los generales romanos- de César y ser inmediatamente después ejecutado ritualmente como parte de la fiesta.
La tradición quiere que el caudillo galo y rey de los arvernos pasara el tiempo entre su rendición y su ajusticiamiento confinado en el Tuliano y ahora una magnífica novela histórica, El prisionero del César (Ediciones B, 2023), de Massimiliano Colombo, un acreditado autor del género (La legión de los inmortales, Draco, Centurio, Devoto), imagina cómo pudo ser esa durísima estancia, convirtiéndola en el centro de un relato muy emocionante y conmovedor. La novela tiene como protagonistas al propio Vercingétorix, al que rescata de las sombras de la historia (con intensos flash backs como la escena de la rendición en Alesia), y a un curtido veterano y centurión primipilo de las legiones de César, Publio Sextio Báculo, que recibe el encargo de custodiarlo. Aunque lo de su misión es ficticio, Báculo también es un personaje histórico que aparece tres veces citado en los Comentarios a la guerra de las Galias, la obra de César, y una de ellas por su heroísmo, pese a estar convaleciente, al defender a brazo la puerta de la guarnición de Atuátuca contra una partida de guerreros sugambros.
Massimiliano Colombo (Bérgamo, 56 años) ha sugerido visitar el escenario principal de su novela y la verdad es que, tras leerla, resulta difícil no sentir una punzada de aprensión ante la perspectiva de bajar allí, un sitio que asustó hasta a Salustio. El escritor, que sirvió en la brigada paracaidista Folgore, una experiencia que se refleja en el realismo con que describe las escenas militares (aunque obviamente las legiones no tenían tropas aerotransportadas: ¡lo que habría hecho César con ellas!), aparece frente a la Mamertina y no hay duda de que es él, pues, aunque en la actualidad trabaja de asesor de sistemas de seguridad, tiene hechuras de soldado y viste un chaquetón militar con la insignia de su antigua unidad (una gaviota y un rayo). Sonríe al recibirle con la frase “manco la fortuna non il valore”, en recuerdo de la antigua Folgore y las otras tropas italianas que se batieron corajudamente el cobre en la batalla del Alamein. Tiene un aire a lo Arturo Pérez Reverte y una actitud simpática y decidida (recalca que estuvo al mando de una escuadra de asalto y no en cocinas). Rápidamente establece la topografía de su novela: por ahí sacan a Vercingétorix para el triunfo de César, ahí están las escaleras Gemonías, y el templo de Júpiter capitolino donde César acaba su desfile, tras bajar del carro (“dicen que subió de rodillas, por una promesa hecha durante la guerra”); esa es la calle por la que arrastran despiadadamente con un gancho el cuerpo desnudo del rey galo tras la ejecución -estrangulado en una escena terrible- hasta llevarlo al Tíber, adonde lanzan el cadáver…
Tras adquirir dos tickets en la entrada, Colombo, marcial Virgilio, conduce hasta la primera sala de recinto musealizado, donde se exhiben una pequeña exposición de material arqueológico hallado en el sitio, maquetas y un audiovisual. Por una moderna escalera metálica se desciende a través de un pasaje angosto a la habitación superior del Tuliano en cuyo centro está la boca oscura que era en la Antigüedad el único acceso al pozo de los condenados, acaso una vieja cisterna. El novelista se agacha para observar como hace tantas veces el centurión romano en su libro. Quizá escucha el estertor de fiera herida de Vercingétorix. Luego bajamos un nivel más por otra estrecha escalera hasta el oscuro corazón del lugar, una fría mazmorra circular de piedra húmeda y tenebrosa y atmósfera viciada que parece una cueva. Lamartine, que visitó el lugar, dejó unos versos sobre la experiencia: “J’entrais dan la prisión. Des escaliers rapides/ La descente était longue et des marches humides,/ Et dans leur froid brouillard chaque pas, en glissant, /Semblait sur les degrés se coller dans du sang”.
Asombra pensar que Vergincétorix, que además probablemente era grandote, alto y robusto (como lo describe la novela: en realidad sólo tenemos algún posible retrato en monedas, como los estateros de Puy de Dôme), pudo pasarse aquí, en la antesala de la muerte, casi seis años, envuelto en soledad, vergüenza y el recuerdo doloroso de las oportunidades perdidas. “Imagínate lo que sería”, musita Colombo. “Cuando vi el sitio decidí que tenía que escribir sobre eso”. Pasamos un largo rato conversando en el pozo en penumbra, con la cantidad de cafeterías que hay en Roma. El novelista no parece sentir claustrofobia, aunque anota que cada vez que visita el sitio le parece más pequeño. Ocasionalmente aparece algún turista, pero se marcha deprisa (probablemente a la Fontana di Trevi, que hay mejor ambiente). Es una suerte porque aquí abajo con los fantasmas de los antiguos inquilinos -entre otros el rey de los samnitas Poncio, Jugurta, varios implicados en la conjura de Catilina, el rebelde judío Simón Bar Giora, el propio Vercingétorix o el prefecto de la guardia pretoriana de Tiberio, el retorcido Sejano- ya somos bastantes.
“Como el Panteón y a diferencia de otros lugares de la Antigua Roma”, comenta Colombo, “la carcer se ha preservado muy bien por la relación con el cristianismo, la asociación con san Pedro y san Pablo, que la tradición cristiana ha querido que también fueran recluidos aquí antes de sus respectivos martirios, aunque no hay evidencias”, explica el novelista señalando una hornacina protegida por una reja en el lugar en que según la leyenda se preserva una marca del rostro de Pedro imprimida en la piedra cuando un soldado romano lo empujó contra el muro. De hecho, el Tuliano es también la iglesia de San Pietro in Carcere.
Las fuentes no dejan duda sobre la eliminación de Vercingétorix. ¿Podría haberlo perdonado César, que a menudo se mostraba magnánimo? “Julio César actuaba muy fríamente, con cálculo”, explica Colombo; “sacrificar a los grandes enemigos de Roma tras el triunfo era lo que se esperaba, pero además César había dado muchas prerrogativas políticas a los galos (aparte de que formaban la espina dorsal de algunas de sus tropas), lo que le acarreó críticas (”los galos han dejado las bragas [en realidad los pantalones] pero han vestido el laticlavo”, decía una cancioncilla), y le convenía mostrar distancia y autoridad ejecutando a Vercingétorix”. El caudillo galo no debía caerle especialmente bien, después de lo mal que se lo había hecho pasar levantando en armas a toda la Galia, y César era de los que no olvidaban. “Vercingétorix fue un adversario peligroso, le tuvo en jaque consiguiendo una amplísima alianza de pueblos, incluso a los eduos, tradicionales aliados de los romanos, y con una estrategia muy buena de tierra quemada y de no dar batalla en campo abierto a las legiones, pero César demostró ser mejor y poseía una tenacidad increíble. Además de su genio militar (como en el doble vallum en Alesia) hay que valorar el milagro logístico de mantener a las legiones, que precisaban seis toneladas diarias de suministros, aprovisionadas en territorio enemigo”.
No sabemos mucho de Vercingétorix, que significa “gran rey de los guerreros”; lo que cuenta el propio César -toda la iconografía de su rendición procede de fuentes indirectas (Plutarco, Dion Casio, Floro, Orosio…) y sólo unas breves líneas de César en su estilo de tercera persona: “Vercingétorix le fue entregado, las armas arrojadas a sus pies”, “Vercingétorix deditur, arma proiciuntur”-. Era hijo de Celtilo, un noble que buscó restaurar la realeza de su pueblo en su persona y fue asesinado por ello, lo que marcó a su retoño. “Vercingétorix es el perdedor, y lo que ha llegado a nosotros es por su enemigo, muy escueto”, apunta el novelista, admirador de Santiago Posteguillo, al que conoció en el festival de Úbeda, y de su compatriota Valerio Manfredi. “Para hacerlo más humano yo le invento una mujer, a la que pierde en la terrible decisión histórica de expulsar de la sitiada Alesia a los no combatientes para reducir las bocas que alimentar. He querido mostrar al jefe galo como un personaje complejo y multidimensional”.
Uno de los grandes atractivos de El prisionero del César es mostrarnos cómo debía ser ese Vercingétorix de carne y hueso, tan elusivo. El personaje, al cabo un perdedor (más Petain que De Gaulle) y desencadenante de una guerra espantosa, llena de traiciones y masacres, con componentes fraticidas y genocidas (César reveló su cara más atroz, diezmando poblaciones, en Avárico, 40.000 personas fueron exterminadas), no ha tenido mucha suerte en el imaginario. El fracaso de su guerra de liberación de la Galia abrió además la puerta a la romanización completa y la plena integración de los galos en el mundo y la civilización romanos. En cierta manera, la conquista de César creo Francia. Es lógico pues que Francia contemple a Vercingétorix con cierta ambigüedad (véase, por ejemplo, el interesantísimo César contra Vercingétorix, del arqueólogo e historiador Laurent Olivier, Punto de vista editores, 2021, que recuerda: “Desde lo más profundo de sus bosques galos, el espectro de Vercingétorix sigue acechando nuestra historia”). Hasta las estatuas del rey galo han provocado debate: ¿cómo representarlo?
Vercingétorix ha sido escasamente recreado en la ficción. Sale en los cómics de Astérix y Alix (un álbum entero), de secundario en las novelas históricas sobre Julio César de, por ejemplo, Conn Iggulden y Steven Saylor (y aparecerá en la correspondiente de las seis novelas sobre Julio de Santiago Posteguillo); también sale en El druida, de Morgan Llywelyn (Círculo de lectores, 1994)… En el cine ha tenido sobre todo los rasgos de Christopher Lambert en el intento de biopic Druidas, de Jacques Dorfmann (2001) -guion, luego novelizado, de Normand Spinrad-, con Klaus Maria Brandauer como César. Y apareció en varias escenas (incluido el triunfo de César) en la serie Roma. Especial gracia tuvo la interpretación del personaje por Rik Battaglia en Julio César, el conquistador de las Galias (1962), de Amerigo Anton, en el que el romano protagonista era Cameron Mitchell, de El gran Chaparral al oppidum de Alesia. Muchos descubrimos en esa película, que no estaba nada mal, no sólo al Vercingétorix (más o menos) histórico, sino la traición de los eduos y el poder de las hondas. Es cierto que resultaba desconcertante que al final César perdonaba a Vercingétorix. A destacar que el filme también (como la novela de Colombo) inventó un personaje femenino, la ahijada de César, Publia, a la que corteja Vercingétorix poniendo celosa a su amante Astrid, disparatada reina de los suevos (véase La pantalla épica, de Rafel de España, T & B editores, 2009). A Publia la interpretaba ¡Raffaella Carrà!: un inesperado vínculo entre Vercingétorix y A far l’amore comincia tu.
¿Ve paralelismos Colombo entre Vercingétorix y otro gran enemigo de Roma, Arminio, el líder germano que aniquiló a las legiones de Varo en Teutoburgo en época de Augusto? “Los hay, aunque Arminio estaba más romanizado y conocía desde dentro las tácticas de las legiones”. La caída de Vercingétorix fue total. “Sí, su derrota es completa, los suyos lo entregan y pasan página, hartos de guerra. Báculo se lo dice: ‘Nadie en el mundo te quiere’. Debía ser terrible para él. Pasa esos seis años olvidado hasta que se lo recupera para el triunfo de César, la única razón de mantenerlo con vida. A alguien le debieron encargar que lo hiciera, y yo he escogido a Báculo”. El escritor no descarta que Vergincétorix en realidad muriera antes y su puesto en el triunfo fuera ocupado por otro al que hicieran pasar por él. Los triunfos romanos (Colombo, que evidentemente ha leído a Mary Beard, describe el de César de manera muy realista) eran un gran espectáculo escenográfico. “Todo es posible, sólo las paredes del Tuliano conocen la verdad”.
La ficticia amistad entre Vercingétorix y Báculo, el ex rey y el ex centurión, es la gran baza de El prisionero del César. Primero se odian y luego desarrollan una amistad que alcanza momentos muy conmovedores. “Presento a Báculo un poco como un ex veterano de Vietnam, mutilado, cruel, brutal y borracho, para el que el galo representa lo que más detesta. Pero haciendo de carcelero, contemplando la triste suerte de Ecce homo de Vercingétorix, se descubre en sí mismo una humanidad y una compasión que le redimen como persona”. Las escenas en que ayuda a pasar a su prisionero el trance del desfile y la ejecución son realmente inolvidables. Colombo asiente agradecido mientras sus ojos brillan a la escasa luz de la mazmorra. Paradójicamente, el terrible Tuliano parece fomentar las amistades. Y salimos de la cárcel, hacia la ancha Roma, para irnos a tomar un café.