El Teatro Real ha recibido el abrazo internacional en medio de la crisis gracias a los International Opera Awards. La programación del año previo al estallido de la pandemia, en 2019, ha sido galardonada con los considerados Oscar de la lírica. Entre esos espectáculos se encontraban representaciones variadas como...
El Teatro Real ha recibido el abrazo internacional en medio de la crisis gracias a los International Opera Awards. La programación del año previo al estallido de la pandemia, en 2019, ha sido galardonada con los considerados Oscar de la lírica. Entre esos espectáculos se encontraban representaciones variadas como Il pirata, Falstaff, Je suis narcissiste o Dido y Eneas. Estas son las 15 reseñas (de más actual a más antigua), escritas por Luis Gago, Roger Salas, Jesús Ruiz Mantilla y Jorge Fernández Guerra:
Javier Camarena es uno de esos artistas que provocan cualquier cosa menos indiferencia: por su entrega palpable, por la credibilidad que imprime a los personajes que interpreta y porque todas y cada una de las frases que canta son exquisitamente musicales.
Cuando el público se había rendido ante la fragilidad de un personaje preso de un destino no buscado, con un solo gesto –y un certero cambio de vestuario- Netrebko pasó a ser Lady Macbeth. Sus manos maléficas extendidas sobre la espalda de Maltman te introducían ya en la esfera putrefacta del drama shakesperiano.
Brenda Rae es una Adina sin chispa y sin encanto, de timbre casi siempre demasiado oscuro, graves desvaídos y pobre dicción italiana, que no logra comunicar el candor innato de su personaje. Juan Francisco Gatell ha saltado del segundo al primer reparto por enfermedad de Rame Lahaj y, con sus medios, compone un Nemorino creíble, honesto y cantado con suficiencia.
Marcelo Puente se ha incorporado al reparto tras la postrera cancelación de Francesco Meli, y aunque su actuación muestra una progresión ascendente, desentona no poco respecto a sus compañeros. Tiende a cerrar en exceso las vocales, los agudos le suenan estrangulados y la voz no posee un gran esmalte, aunque el mayor déficit, a pesar de su entrega, es el emotivo.
Ni hubo chispa ni se logró absolutamente ningún momento en que saltara la emoción. Fabiano era incapaz de quitar el ojo al atril, Giannastasio gritaba sin asomarse en ningún momento al concepto del canto. ¿Y Plácido? Llegó a su ciudad a cumplir con el expediente. Algo poco recomendable cuando encara el final de su carrera.
El director de escena, Francisco Negrín, ha optado por un espacio abstracto, un cubo vacío, un poco al modo de los venerables montajes de Wieland Wagner, y en él evolucionan los personajes como guiados por el canto. Es una solución elegante que libera toda la potencia vocal de la obra.
Una ópera protagonizada por todas las personas que se necesitan para que aquella se convierta en una realidad audible y visible (compositor, libretista, director de escena, cantantes, instrumentistas, bailarines y espectadores) y cuyas prolijas disquisiciones en torno a cómo articular y ordenar los diferentes elementos que la integran acaban convirtiéndose en la ópera misma
El reparto, muy bien elegido, revela pocas fisuras, aunque quizá, de entre el sexteto protagonista, deba destacarse a la mezzosoprano Carol García, que tiene confiado un papel secundario pero que es la más cuidadosa en traducir escrupulosamente los pasajes de agilidad
Una de las mayores virtudes de la nueva producción de Laurent Pelly es que sabe reflejar la ágil comicidad de la obra sin desdeñar sus tonos sombríos o la crítica ácida para retratar a algunos de sus protagonistas: en contraste con el blanco y negro de Welles, hay muchos colores (una seña de identidad del director francés), pero son tanto vivos como apagados.
Los cantantes han dado una lección de entrega y voluntad interpretativa notable, y dejan mucha mejor impresión que la heterogeneidad de la plantilla de bailarines, dispares en sus prestaciones y en calidad.
Giovanni Faustini, libretista de once de sus óperas, incluida La Calisto, fue un pionero que hizo de lo que él mismo calificó de “esta honorable locura” (“questa honorata pazzia”) su profesión, intentando elevarse “por encima de lo ordinario y de los logros comunes de ingenios estúpidos y plebeyos”. David Alden hace suya aquella insania.
La puesta en escena de Marta Pazos es profesionalmente excelente, pero, al no posicionarse ante el pulso esencial de la propuesta, tiende al exceso. Se añaden sin parar chistes y gracietas que tienden a emborronar una música que oscila entre la eficacia y el portento técnico.
Röschmann cuenta con dos bazas infalibles para afrontar este repertorio: en primer lugar, una voz de enorme calidad, de bellísimo timbre y, lo que resulta mucho menos habitual, homogénea en todos los registros; en segundo, una técnica completísima, que le permite moldear esa voz a su antojo, afinar todas y cada una de las notas con aparente facilidad y rodearlas de la dinámica que considera más adecuada.
Carsen puebla el escenario de un sinfín de figurantes, que se mueven, junto con el coro, con una coreografía de movimientos perfectamente diseñados y sincronizados a las mil maravillas con música y texto.
El Rin es un nido de desechos humanos en pleno Antropoceno y las hijas del Rin, en vez de mujeres atractivas y luminosas, como describe la música, son criaturas harapientas y oscuras.