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SILLÓN DE OREJAS
Columna
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Tampoco yo soy feliz, Messi

El descontento podría tratarse de una especie de rasgo íntimo del carácter

Manuel Rodríguez Rivero
Fotograma de 'Jasón y los argonautas', de Don Chaffey.
Fotograma de 'Jasón y los argonautas', de Don Chaffey.

1. Viajes

Leo, admirable Leo (permíteme que te tutee), que no eres feliz en el Barça, que quieres irte, que tu tiempo ahí, en el club que es molt més que un club, y al que tanto lustre y esplendor has devuelto, ya habría acabado. Y leo, Leo, más tarde, que bueno, que vas a seguir —qué remedio—, que pelillos a la mar durante un año más, y que luego, adiós, ahí os quedáis, culés, que yo me voy de rositas a otros clubes donde me bailen mejor el agua. Tú verás lo que haces, Leo, que ya eres mayorcito, pero, incluso para un lego en el balompié y sus redondas liturgias como yo, es evidente que vas a tener que poner mucha tensión en tu juego, que te expones gravemente a que cualquier fallo o derrota de tu equipo te sea atribuido por hinchas descontentos y (probablemente) rabiosos que no distinguirán, en su loca ira, entre los aqueos y su ganado, como le sucede a Áyax en la tragedia de Sófocles. A partir de ahora, además de persignarte y mirar al cielo cada vez que cuelas el esférico, te aconsejo que lleves siempre contigo, como hace mi admirada Tamara Falcó, un “vaporizador pequeñito de agua bendita” para alejar malos rollos de quienes, a cuenta del pasado desplante, no te perdonarán ni error, ni desfallecimiento, ni queja. Por lo demás, esta carta sin sello es para solidarizarme contigo: tampoco yo soy feliz, que lo sepas. Y me temo que, en ambos casos, lo de menos es dónde estés, ni lo que hagas: el descontento podría tratarse de una especie de rasgo íntimo del carácter, que siempre está latente y que reaparece de vez en cuando, como los guerreros completamente armados que brotaron de los dientes del dragón que sembró Cadmo por orden de Atenea, y que inspiraron a Ray Harryhausen, el rey de los efectos especiales, la célebre escena de los esqueletos combatientes en Jasón y los argonautas (Don ­Chaffey, 1963). Y te aconsejo que, aunque solo sea para aliviar la espera de tu liberación, leas, Leo, sobre viajes: alivia el muermo e invita a soñar. Ahí tienes, para abrir boca, el volumen Viajeros (Alba; 900 páginas), que contiene algunos de los mejores cuentos viajeros (edición de Marta Salís) de los últimos cuatro siglos (la mayoría, claro, en derecho público). Yo también, como el poeta de La tierra baldía, leo mucho por las noches y en invierno viajaré al sur: aunque sea a ese ámbito, entonces tan cutre y sociológicamente tan lejano, como el que recorrió Juan Marsé (Sevilla, Cádiz, Málaga) a principios de los sesenta, y del que dejó elocuente testimonio en Viaje al sur (Lumen; estupenda edición de Andreu Jaume), ilustrado con las fotos también elocuentísimas del fotógrafo Albert Ripoll Guspi.

2. Espías

Leones muertos (Salamandra; originalmente publicada en 2013) es la segunda entrega de la serie protagonizada por los abigarrados espías fracasados a los que el MI5 ha desterrado, para que purguen sus errores, a la Casa de la Ciénaga, un mugriento edificio de tres plantas perdido en Aldersgate, muy cerca del Barbican. A esos “caballos lentos” (que daban título a la primera entrega) se les encargan habitualmente trabajos burocráticos, aunque de vez en cuando les cae alguno con el que podrían redimirse. En esta ocasión, se trata, para empezar, de la aparición fantasmal de un espía soviético de la guerra fría y del asesinato de un veterano agente del MI5. Mick Herron sabe contar, con abundantes dosis de ironía y buen ritmo, no solo el marco de la historia, sino también las vidas atormentadas de una tropa de espías a los que nos presenta, a modo de dramatis personae, por medio de un gato que va entrando en sus despachos. Bueno, la verdad es que Herron no es Le Carré, y sus espías no tienen mucho que ver con Smiley —alguno puede resultar más cercano a Villarejo (del que, por cierto, La Tienda del Espía vende un kit de luxe, con carpeta, gafas y todo por 705 euros)—, pero su lectura me ha proporcionado buenos ratos intermitentes. Dos pegas: a veces resulta pesada la acumulación de frases ingeniosas, del tipo “Kyril también se rio, emitiendo un ruido como el que haría una bolsa de canicas”, que parecen extraídas de un cuaderno de ocurrencias para uso futuro; la otra, más grave, es que la serie de La casa de la ciénaga está compuesta, hasta ahora, por otras ocho novelas de variada extensión. Y, con sinceridad, no creo que me ponga a esperar con impaciencia que se publique en castellano la siguiente.

3. ‘Annus horribilis’

Michael McCormick, un medievalista atraído por las catástrofes, ha decidido que el año 536 fue el peor de la historia para estar vivo. Su decisión se basaba en que la erupción de un volcán islandés sumió a buena parte del mundo en la oscuridad, el frío y el hambre, inaugurando una década terrible. Espero que —con todo lo que está pasando en este pobre planeta— 2020 no le haga sombra, pero reconózcanme que, al menos para el mundo del libro, las cosas no pintan bien. Cada día se suspende una feria importante (Fráncfort ha sido la última en virtualizarse) y, salvo los libros de texto de segunda mano, el comercio del libro no está para echar cohetes. Y es ahora, contraviniendo los consejos ignacianos (“en tiempo de desolación no hacer mudanza”), cuando la Federación de Gremios de Editores decide mudarse hasta que terminen la reforma de su sede de la calle de Cea Bermúdez, que ya necesitaba un apaño. Y ¿saben dónde se alojarán provisionalmente? Pues en el edificio de los jesuitas de la calle de Maldonado, desde donde Carrero Blanco —un hombre todo ternura— subió al cielo en 1973. Qué cosas.

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