_
_
_
_
SILLÓN DE OREJAS
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Los confinados de la Tierra

Tras 40 jornadas en casa, experimento el inmóvil vértigo de la dislocación temporal: son muchísimos días idénticos, pero a la vez se pasan, uno a uno, volando

Manuel Rodríguez Rivero
Eddie Constantine y Anna Karina en 'Alphaville' (1965), de Godard. 
Eddie Constantine y Anna Karina en 'Alphaville' (1965), de Godard. GETTY IMAGES

1. Azúcar

Para delimitar las distintas formas de entender el tiempo y la duración, Henri Bergson (1859-1941) recurrió en La evolución creadora (1907), un ensayo filosófico capital que influyó directa o indirectamente en la novela del modernismo (de Proust a Faulkner), al símil del terrón de azúcar. Si quiero prepararme un vaso de agua azucarada, debo esperar a que se disuelva el terrón; el tiempo que tengo que esperar no es el tiempo “matemático”, sino que coincide con mi impaciencia, es decir —explica— “con una determinada porción de mi duración en mí, que no es extensible ni reducible a voluntad”. He pensado en ello a propósito del encierro: hemos superado ya la cuarentena (40 días largos, otra Cuaresma) y, como casi todos ustedes, experimento el inmóvil vértigo de la dislocación temporal: son muchísimos días idénticos, pero a la vez se pasan, uno a uno, volando.

Estamos hoy aquí — sumergidos en el “ignorante presente”, como decía lady Macbeth (acto I, V)— y, a la vez, inmersos en un pasado que no acaba de pasar del todo y se proyecta ciego hacia el poco halagüeño futuro, como les ocurría a Lemmy Caution (Eddie Constantine) y a Natascha von Braun (Anna Karina) en la Alphaville (1965), de Godard, que he revisado estos días. Mientras, en mezcolanza abominable, se acumulan cifras de muertos e infectados (siempre lejanos, aunque nos caigan cerca: el Gobierno no desea que nos desanimemos), con previsiones apocalípticas de quienes desean que regrese a toda costa Mercurio, el dios del comercio, blandiendo su caduceo. Me dicen quienes me contactan que, tras las primeras semanas, les es más difícil concentrarse para leer, y no necesariamente tratados como los de Bergson. Es normal, aunque haya tan pocas cosas que lo sean.

2. Librerías

Leo que la mitad de los terrícolas podríamos estar confinados. Pocos viajan, y los editores han tachado de su programación las guías de viaje que, a partir de estas fechas, solían llegar a las librerías. Más vale explorar geografías fantásticas, mapas de lugares imaginarios, libros sin peligro ni tentación que hablan de otros mundos (im)posibles.

Por otra parte, la pandemia parece estar creando una nueva —y más extensa— clase obrera: los trabajadores “esenciales” —los considerados “héroes”— como capa diferente de los privilegiados teletrabajadores. Al mismo tiempo se reclasifican las actividades. Las librerías, por ejemplo, ¿son “esenciales”?: los mismos libreros están divididos, no en cuanto al significado, sino en lo que se refiere a las implicaciones administrativas de dicha calificación. Si son esenciales deberían abrirse (como en Italia), lo que, para algunos, representa peligro (y no solo al contagio, sino, y sobre todo, a perder probables compensaciones y tener que rehacer sus ERTE).

Y no es que los libreros sean miedosos: lo que sucede es que se sienten solos, a pesar de las campañas bienintencionadas. Ya han cerrado algunas librerías y, me dicen, que una encuesta interna refleja que, si esto se prolonga (y tiene toda la pinta), podrían cerrar más de un 15%: sin santjordis, ni ferias, ni lanzamientos, ni best sellers (que esperan tiempos mejores), y con el rampante comercio electrónico, no hay mucha bola que rascar. Tenemos un ministerio (realmente, ¿lo tenemos?) que no sabe, no contesta: se puso de manifiesto el pasado viernes, cuando el ministro Rodríguez Uribes, que siempre brilla un poco por su ausencia, se presentó a una reunión con el sector de la cultura, acompañado de su prima de Zumosol, la ministra de Hacienda, y ambos demostraron no tener mucha idea de los problemas que lo afligen. Prometieron comisiones, eso sí.

Pero, mientras me contaban el encuentro, recordé a un amigo lejano que llegó a alto cargo y solía decir, medio en broma medio en serio, que, dentro de los Presupuestos del Estado, la cultura era un asunto “de nenazas” (sic), algo insignificante. Ya sé que lo importante es curarse, comer y trabajar, quizás por ese orden, pero la cultura es también un pilar económico de la sociedad del siglo XXI: no entenderlo así es suficiente para descalificar a los encargados de gestionarla (y, cuidado, estoy criticando al Gobierno, no estoy siendo positivo, le hago el juego a la extrema derecha, soy un equidistante, culpable de no estar ni con, ni contra ellos, como usted y como yo, hipócrita lector/a, mi cómplice de confinamiento).

3. Lecturas

Nunca dejo de recurrir a Maigret, algunas de cuyas historias releo cada lustro. El comisario ha tenido muy poca suerte con sus editores españoles. Recuerdo, por ejemplo, que en 1993, cuando Tusquets era aún solo Tusquets, sus propietarios se propusieron “publicar por primera vez en español la obra completa de Simenon en 214 volúmenes”. Al final se publicó una cuarentena (otra vez la palabra) de maigrets y otra de lo que el autor llamaba sus “novelas duras”. Las de Maigret se reeditaron más tarde en Booket (Planeta) y aún pueden encontrarse. Luego, en 2012, el malogrado Vallcorba se comprometió también a hacerse cargo de la “publicación de toda la obra de Simenon”, pero sus sucesores en Acantilado no demuestran tener prisa.

Me entretengo, en todo caso, con viejas novelas de Maigret, a menudo a razón de una diaria, un poco menos de lo que él tardaba en escribirlas. También lo he pasado muy bien con un regalo que, lo confieso, empecé sin demasiado entusiasmo: Noche y océano (Seix Barral, Premio Biblioteca Breve), una inteligente y provocadora novela de Raquel Taranilla. Y, de vez en cuando, releo fragmentos (especialmente, el estremecedor de los fusilamientos de los rojos) de esa estupenda novela (perdonen que me repita) que es pequeñas mujeres rojas (Anagrama), de Marta Sanz. Las dos últimas se han publicado en el aciago marzo, por lo que su promoción se ha visto abortada. Por favor, no las olviden: son mi mejor recomendación de narrativa. De nada, el placer es mío.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_