Bruce Springsteen y la casa ranchera del amor y el odio
El músico grabó 'Nebraska' encerrado en una casa y buscando “toda esa música que sonaba muy bien con las luces apagadas”
El reverendo Harry Powell tenía una peculiaridad: llevar en los nudillos de sus manos tatuadas las palabras “amor” y “odio”. En plena época de la Depresión, se paseaba por la región mostrándolos mientras difundía su extraño evangelio. Como en la vida misma, esas dos manos tatuadas peleaban a ver cuál era más fuerte en la personalidad del predicador. Nadie sabía que en aquel hombre el odio vencía al amor como un perro rabioso acaba con una presa indefensa. Nadie lo sabía, menos dos niños que, como todos los niños, veían con otros ojos.
Nudillos tatuados, con el odio machacando al amor, y dos niños huyendo de un predicador diabólico, capaz de matar a viudas para hacerse con su dinero. Es una historia macabra, pero lo macabro también forma parte de este mundo imperfecto. Como dice la anciana de este relato, recogido en La noche del cazador: “Desconfiad de los falsos profetas, que se cubren con pieles de cordero pero que en su interior son fieros como lobos. Por sus frutos los reconoceréis”. Las ancianas siempre saben lo que dicen.
La historia de La noche del cazador, fantástica película de Charles Laughton basada en el libro de Davis Grubb,estaba dentro de la cabeza de Bruce Springsteen cuando a finales de 1981 decidió alquilar una casa ranchera en Colt’s Neck, en Nueva Jersey. Había terminado la gira The River y se perfilaba definitivamente como la gran estrella del rock de su tiempo. Tanto que The New York Times hablaba de él “no solo como el futuro del rock, sino también de otras zonas más amplias de la cultura estadounidense”. Un compositor de canciones penetrando en la psicología de una nación, como antes Elvis Presley, Bob Dylan o los Beatles. Ese compositor era también un hombre perdido, “sin hogar y sin pistas sobre adónde encaminarse”. Tal y como contó Springsteen en su autobiografía, mucho tiempo después: “Me volví hacia un mundo que había habitado de niño, que sentía familiar y que me llamaba”.
Sin más compañía que sus guitarras y una grabadora de cinta Teac, de cuatro pistas, Springsteen se refugió en la casa ranchera de Colt’s Neck como si afuera la tierra estuviese asolada por una catástrofe sin nombre. Los vestigios de aquel mundo habitado de niño le rodeaban entre las paredes de esa casa alejada de todo. Springsteen podía oler la estufa de queroseno del salón y le recordaba a los días a cuando su familia se vio obligada a vivir con sus abuelos en Randolph Street, en Freehold. También la decoración austera de la estancia le traía a la memoria la de aquella casa de sus abuelos, donde en su habitación colgaba una fotografía de la hermana de su padre, muerta a los cinco años en un accidente, y que, “con su etérea presencia en un retrato de los años veinte daba a la habitación un sentimiento de estar perdida en el tiempo”.
Nebraska también da un sentimiento de estar perdido en el tiempo. Fue el disco que grabó Springsteen confinado en aquella ranchera. Siempre se habla de esta magistral obra por su desgarrador carácter documentalista, captando el paisaje llano y monótono de la otra cara del Estados Unidos de Ronald Reagan, un territorio lleno de solitarios e inadaptados, hombres y mujeres que, como se dice en Used Cars, “pasean por las mismas sucias calles” donde nacieron y “sudan en el mismo trabajo de sol a sol”. Sin embargo, Nebraska pocas veces es considerado como una fábula vista a través de los ojos de un niño.
Poco después de publicarlo, Springsteen explicó que buscaba “ese tipo de historias oscuras para contarse antes de dormir”. También pensaba en discos de John Lee Hooker y Robert Johnson, “toda esa música que sonaba muy bien con las luces apagadas”. De principio a fin, Nebraska es un conjunto de historias duras y cortantes como el filo de un cuchillo. Con su sonido resonante, todo posee “la voz plana, muerta, que recorría mi pueblo en las noches de insomnio”, tal y como contó su autor. Pero hay algo muy poderoso en su monólogo interior. Intensamente personal, el narrador observa esa realidad angustiosa y confusa con los ojos de un niño.
Buceando en las raíces folk del rock’n’roll, como si Springsteen fuera Hank Williams con chaqueta de cuero, Nebraska es una parábola donde el calor pegajoso y el silencio roto se adhieren a la forma de mirar ese mundo sombrío. El disco comienza con Nebraska, la historia de la locura asesina de Charles Starkweather y Caril Fugate que inspiró películas como Badlands de Terrence Malick -una referencia para Bruce en la composición del álbum - y, más adelante, Corazón salvaje de David Lynch. A partir de ahí se suceden los relatos de personajes desarraigados, algunos violentos. Pero, como ese eco casero del disco, hay una constante búsqueda de comunidad, de comprensión del entorno.
Springsteen cierra Nebraska con My Father’s House, la última que grabó en la ranchera, y con Reason to Believe. My Father’s House, una de sus composiciones más autobiográficas, es un sueño narrado por un niño que intenta llegar a casa “antes de que caiga la noche”. Oye el viento susurrando a través de los árboles y “voces fantasmagóricas” que vienen del campo. Su imagenería arquetípica evoca a los niños corriendo por el río del fascinante dibujo de miedos infantiles que es La noche del cazador. El mal planea en un paisaje desolador.
Dos palabras llevaba tatuadas en sus nudillos el reverendo: “amor” y “odio”. En Reason to Believe, la última del disco, el mismo narrador observa escenas reales: un funeral, una mujer abandonada en casa, un hombre abandonado en el altar y un hombre atizando con un palo a un perro muerto en la cuneta, como si por estar ahí durante un tiempo suficiente el perro se levantase y echase a correr. Todos intentan encontrar “una razón para vivir”. Hay un respeto por ellos. Porque en la fábula de Nebraska se abre al final un haz de luz por todos aquellos que, incluso de manera desesperada, desean que el amor se imponga al odio en una tierra hostil.
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