Lo que haga falta
La literatura sobre la peste y las pandemias podría servir de catarsis del espanto al coronavirus
1. Comuna
Si mis colegas (género epiceno) de la tertulia de chez Benito me hubieran hecho caso, y hubiéramos adquirido a pachas uno de esos pueblos abandonados que están en oferta en la España vaciada y profunda, quizás a estas horas, y tras haber realizado las tareas del día en ese entorno garcilasiano (“Verde prado de fresca sombra lleno, / aves que aquí sembráis vuestras querellas”), estaríamos sentados en torno al rústico hogar, contándonos hermosas historias que nos distrajeran de la insidiosa epidemia que asuela a la corrupta corte. Como los célebres refugiados florentinos del siglo XIV, alejaríamos nuestras ansiedades relatándonos edificantes y divertidas historias inspiradas en la realidad social de nuestro entorno, mientras la bella ninfa Chusa o el inspirado pastorcillo Dionisio nos servían nuestra ración de bien asado cordero. Quizás alguno de nosotros, más supersticioso o creyente, se empeñaría en pintar de sangre las puertas de nuestro pueblo/comuna, para que el coronavirus pasara de largo, según prometió Yahvé (Éxodo, 12, 12-13) a su pueblo escogido en circunstancias no del todo homologables. En sus historias se harían eco, por ejemplo, de asuntos de la más candente actualidad, como el procedimiento por el que, como explicaba Yago a Casio, “la mujer de nuestro general es ahora el general” (Otelo, II-3), en alusión, seguramente, a la controvertida ministra de Igualdad. La literatura sobre la peste y las pandemias podría servir también de catarsis del espanto, al modo en que las películas de terror ayudan a conjurarlo: alguien podría resumir el contenido de La peste, de Camus, desde el paciente cero (el conserje del doctor Rieux) hasta que la vacuna del doctor Castel termina por erradicar la enfermedad difundida por las ratas-nazis; o, libres de la tentación alienadora de la televisión, y olvidados del busto del hombre de negro que agita las manos y alienta el amarillismo desde la pantalla, quizás pudiéramos leernos en voz alta y por turnos esa asombrosa, divertida, amarga, exigente, indignada, sarcástica novela negra y roja que es pequeñas mujeres rojas (en minúscula), de Marta Sanz (Anagrama), para mi gusto una de las mejores y más arriesgadas narradoras (aquí el femenino quiere incluir a los varones) que escriben hoy en España; en su compleja y abarcadora trama, nuestra conocida Paula Quiñones (Un buen detective no se casa jamás), la inspectora de Hacienda coja y lista, y problemática (ex)novia de Arturo Zarco, llega al pueblo de Azafrán/Azufrón a “catalogar restos de fosas, a reconstruir historias truncadas, a localizar nuevos enterramientos ocultos entre los ocultos recuerdos de personas semimuertas” y a buscarse a sí misma entre los despojos de la Guerra Civil, el presente de lucha de clases pueblerina y las frecuentes referencias a la cultura popular, otra de las características del modo de hacer de la autora. Y no les digo más —ya lo harán los críticos—, salvo que me la leí en día laborable y medio, parando para lavarme las manos y tomar aliento y alimento. En cuanto a mi papel en la improbable comuna, ya me había ofrecido a mis colegas para hacer “lo que haga falta” —como ha asegurado nuestro elusivo presidente del Gobierno progresista de coalición que hará para combatir la epidemia—, aunque me temo que, dada mi condición de humilde retórico, me habría tocado llevar un Diario del año de la peste (Impedimenta, Alba y otras), semejante al relato ficticio que el gran Daniel Defoe publicó en 1722 sobre la bubónica de 1665.
2. Contagios
A lo mejor este Sillón sobre las enfermedades contagiosas también tiene la función subliminal de conjurar mis propias aprensiones (vade retro, Coronavirus). No lo excluyo: se lo preguntaré a mi loquero. Revisito mentalmente, en todo caso, algunas películas y novelas sobre el asunto. Entre las primeras, una obra maestra (en la que algunos, por cierto, quisieron ver una metáfora anticomunista en la época del macartismo): Pánico en las calles (1950), de Elia Kazan, con Gregory Peck —en un papel mezcla de esforzado detective y prudente Fernando Simón— y un soberbio Jack Palance como peligroso y contaminante paciente cero. Novelas y relatos los hay a montones (la peste siempre atrajo el morbo de los narradores), desde Poe en adelante. Recuerdo, además de la novela de Saramago (Ensayo sobre la ceguera, Alfaguara), otras quizás menos literarias y metafóricas (no hay peor ciego que el que no ve), como la posapocalíptica (un virus ha acabado con casi toda la humanidad) Estación Once, de Emily St. John Mandel (Kailas), y dos novelas de sendos maestros del género: Los ojos de la oscuridad, de Dean Koontz (DeBolsillo, entre otras, 1981), en la que un microorganismo de diseño, producido en un laboratorio ¡de Wuhan!, hace estragos en el mundo; y Apocalipsis (DeBolsillo, 1978; titulada en Hispanoamérica La danza de la muerte), de Stephen King, una de las obras capitales del autor, en la que también se refleja un mundo posapocalíptico consecuencia de una mutación provocada y letal del virus de la gripe. Ya tienen para entretenerse en sus encierros forzados y cuando estén hartos del teletrabajo. Y no olviden el whisky de la botella cuadrada (estoy harto de hacerle publicidad), cuyo titular lleva más de 100 años caminando sin parar y sabe mucho de pandemias.
3. Idiota
El príncipe Myshkin, que acaba de llegar a la gran ciudad tras una estancia en un sanatorio suizo, es un hombre esencialmente bueno y candoroso, cualidades (además de cierta tendencia a la ensoñación) que entre los cínicos contemporáneos del San Petersburgo de mediados del XIX solo podían existir en un “idiota”. Alba acaba de publicar, en traducción de Fernando Otero Macías, El idiota, una de las obras cumbre de Fiódor Dostoievski. Más leña de la que arde para confortar el espíritu en los ocios forzados que se nos vienen encima.
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