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SILLÓN DE OREJAS
Columna
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Escríbeme una carta, ‘porfa’

De entre todos los géneros literarios, el único que se halla en serio peligro de extinción es el epistolar

Manuel Rodríguez Rivero
'Verano', cuadro de Giuseppe Arcimboldo (1563).
'Verano', cuadro de Giuseppe Arcimboldo (1563).

1. Epístolas

De todos los géneros literarios el único que se halla en serio peligro de extinción es el epistolar. La correspondencia, cuyo primer vestigio en la literatura europea lo encontramos en la Ilíada (la nota con intención asesina que entrega el despechado Preto a Belerofonte, canto VI, 167-170), sufrió un golpe definitivo con el desarrollo de las tecnologías de la comunicación. Y eso a pesar de que ha habido cartas que han rediseñado el mundo: me vienen a la cabeza las de Pablo de Tarso, a quien el filósofo marxista-leninista Alain Badiou considera la condensación de los rasgos invariables del militante. Pero los inventos han ido erosionando el género. Primero fue el telégrafo, que ahorraba palabras y, por tanto, pensamientos (recuerdo el texto reincidente de los lejanos telegramas azules que enviaba mi padre a mi madre: “TODO BIEN STOP ABRAZOS STOP MANOLO”) y, más tarde, vino todo lo demás, hasta llegar en la década de los noventa al correo electrónico y sus sucesivos ersatzs comunicativos (las redes sociales). Casi nadie verdaderamente humano escribe ya cartas, no hay tiempo: las que nos llegan al obsolescente buzón analógico son las que no queremos o nos dan igual, y las remiten entidades a las que se les da un ardite cómo estamos, qué nos pasó, a quién amamos o perdimos. De mis conocidos, uno de los pocos que conserva un archivo de correspondencia apetitoso es, como ya he dicho en alguna ocasión, Vicente Molina Foix, hoy preocupado, como otros miembros de la “generación del 68” —la última que escribió muchas cartas— sobre el postrero destino de su tesoro de arqueología literaria. Nada que ver, en todo caso, con el volumen que ocupa la Correspondance (1694-1778) de Voltaire, recogida en La Pléiade en trece espléndidos tomos de unas 1.900 páginas; o con la de George Sand (1804-1876), de la que existen más de ¡40.000! cartas dirigidas a diversos corresponsales a lo largo de su vida. La nostalgia por lo que lleva camino de desaparecer es una de las razones que explican que hoy se publiquen mas epistolarios que nunca; se recuperan incluso cartas que sus remitentes no habrían deseado que se publicaran, violándose quizás sus deseos y revelando juicios y pareceres cuyo destino y excusa era solo la intimidad, más acá del uso que se les dé en las biografías o en los cotilleos del milieu. Es lo que me lleva a recelar —a priori: aún no he tenido ocasión de leerlo— de Cuando editar era una fiesta, la correspondencia íntima y más libre del maestro Jaime Salinas a su amor y cómplice, el novelista islandés Gudbergur Bergsson, que ahora publica Tusquets en edición de Enric Bou, el estudioso (y amigo de Salinas) que, por cierto, ya había publicado en el mismo sello una selección de las cartas de Pedro Salinas a su amante “secreta”, la hispanista Katherine Whitmore; una relación, también por cierto, en la que se inspiró Antonio Muñoz Molina para el marco sentimental de su novela La noche de los tiempos (Seix Barral, 2009). Resulta paradójico que, como pude averiguar en su momento, gran parte de la correspondencia del gran editor en su época de director en Alfaguara y Aguilar haya desaparecido, quizás destruida como papelote (a los ejecutivos de los grandes grupos no parece importarles mucho su propia memoria histórica). Mientras tanto, me consuelo contradictoriamente con la lectura de la fascinante Antología de cartas de John Keats a diversos corresponsales (estupenda edición y traducción de Ángel Ruipérez) que acaba de publicar Alianza. Y, en especial, de las cartas que el autor de la ‘Oda a una urna griega’ escribió a su amor Fanny Brawne; de una de ellas, enviada cuando al poeta ya estaba muy enfermo (tisis), transcribo este fragmento: “Solo Dios sabe si estoy destinado a saborear la felicidad contigo. En todo caso, lo que sí sé es que considero no poca felicidad haberte amado hasta donde he podido”.

2. Wilcock

No supe quién era el argentino Juan Rodolfo Wilcock (1919-1978) hasta que, hacia 1990, cayó en mis manos su libro La sinagoga de los iconoclastas, que Herralde había publicado en 1982, dentro de su entonces flamante colección Panorama de Narrativas (el original estaba en italiano, lo que justifica su inclusión en un catálogo dedicado a la literatura internacional; además, la serie Narrativas hispánicas no se crearía hasta el año siguiente). En la última página de mi ejemplar (con cubiertas fatigadas, como dicen los libreros de viejo) apunté con lápiz “divertidísimo”, nada mas. He sentido lo mismo leyendo el disparatado Libro de los monstruos (Atalanta; traducción Ernesto Montequin), una verdadera galería de seres estrafalarios y estrambóticos más o menos amigables, pero siempre insólitos, en la que se aprecia la influencia de su amigo Borges y, como señala acertadamente el prologuista Luis Chitarroni, del increíble Arcimboldo, uno de los pintores antiguos que más interesó a los surrealistas. Da igual que se trate de personajes como Fulvia Net, que a pesar de hallarse en avanzado estado de putrefacción y despedir un tufo intolerable que no consiguen tapar los ungüentos, sigue haciendo perder la cabeza a los hombres; o de Angelo Spes, “el más enano de los enanos”, “feo como un bulldog”, que acumula monedas de oro y diamantes en rincones que ni siquiera conoce su esposa japonesa, “flaca como un escarbadientes”; o del brillante Anastomos, cuyo cuerpo está cubierto de pequeños espejitos y que cuando entra en el mar “es como ver a una divinidad primordial de forma humana surgir del agua y del fuego al mismo tiempo”: la sesentena de monstruos de Wilcock, más maravillosos que terroríficos, nos reflejan de modo muy diferente (y con más ironía) de como lo hacen el realismo o la sátira. Por eso nos completan. Y nos hacen sonreír, como si se trataran de personajes del mejor Liniers.

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