Lecturas para un regreso
James Crumley es un buen representante del ‘hard-boiled’: una novela negra de relatos policiales que incluyen extrema violencia, los asesinatos más sangrientos y el sexo
1. Hervido
Regresé de Puerto Rico a mi ciudad (“la furcia enorme / cuyo infernal encanto siempre me rejuvenece”, como llamó Baudelaire a la suya) con dos lecturas para pasar el tiempo sin tener que recurrir a las horrorosas y “editadas” películas (interrumpidas constantemente con avisos de la tripulación) programadas por Iberia para sus viajes transatlánticos. La primera lectura, pronto desechada, fue el ejemplar de la revista Esquire en español que me dieron en el aeropuerto, y cuyo motto —“la mejor versión del hombre”— debería especificar que se trata, en realidad, del hombre gilipollas.
Me alivió de ese repulsivo lenguaje, “lengua en mejilla” para iniciados en el exclusivo club de los riquitos desinhibidos, la lectura de El último beso, de James Crumley, que acaba de reeditar Salamandra en traducción de Enrique de Hériz (la primera edición se llamaba El último buen beso, con traducción de Marta Sánchez Pérez). Crumley (1939-2008) es un buen representante del moderno hard-boiled: esa subespecie de la novela negra que se originó en las revistas pulp de los años veinte, y cuyo primer clásico fue el mismísimo Dashiell Hammett. Simplificando, hard-boiled (literalmente “hervido duro” o “pasado de hervido”) designa el estilo de los relatos policiales en los que la extrema violencia, los asesinatos más sangrientos y el sexo, además del descarnado e impresionista apunte social sobre un entorno nihilista, revisten especial relieve, características que propician que algunos críticos le reprochen un cierto embellecimiento o hermoseamiento de la violencia, además de un fuerte sesgo machista.
Los “sabuesos” (ahora también hay “sabuesas”) contrastan con el modelo “británico” y pulcro tradicional: son vitalmente desordenados, bastante borrachuzos, con escasos escrúpulos morales, más partidarios de la acción que del razonamiento y proclives a las no siempre gozosas aventuras sexuales. James Ellroy (su L. A. Confidential es un buen ejemplo), Michael Connelly, Dennis Lehane, George Pelecanos y, en más de un sentido, Sara Paretsky son algunos de los representantes más modernos del estilo.
Cromley no tuvo tanta suerte editorial: tuvieron que venir a “descubrirlo”, como en tantas otras ocasiones, los franceses, para que después lo valoraran más en su tierra. Su detective, C. W. Sughrue, casa muy bien con el modelo imperante en el hard-boiled, lo mismo que el muy citado incipit de El último beso (publicada originalmente en 1978). Ahí va: “Cuando por fin di con Abraham Trahearne, estaba tomando cerveza con un bulldog alcohólico de nombre Fireball Roberts en un antro destartalado de las afueras de Sonoma, California, apurando hasta la última gota de una hermosa tarde de primavera”. Las siguientes 300 páginas, trufadas de meandros narrativos y variadas digresiones, relatan la búsqueda de la enigmática Betty Sue, la hija de una barista de pueblo que desapareció 10 años antes, a cargo del detective privado Sughrue, todo ello sobre el telón de fondo de varios Estados del Oeste y siguiendo una especie de etílico viacrucis por el ambiente de los bares pos Vietnam de los setenta. Me lo pasé bien y el vuelo se me hizo corto, que era de lo que se trataba.
2. Cocido
Los mojitos son mi kryptonita. Me sumerjo en dos o tres dosis de esa olímpica frescura de hielo, azúcar, menta, lima y bacardí y ya me siento dispuesto a perdonar y olvidar casi todo. Sobre todo si hace calor y buena compañía. En San Juan —donde enero no ha bajado de 25 grados— no había que chinchorrear demasiado para encontrarlos buenos y baratos, mientras la ciudad hervía de protestas contra la gobernadora Wanda Vázquez y los administradores corruptos que habían escamoteado los suministros enviados para aliviar las consecuencias de los seísmos de la isla, produciendo general cabreo en una población que se siente colonia discriminada y ni sí, ni no, del imperio.
Vuelvo a Madrid, dispuesto a moderarme, y me viene de perillas encontrarme con La última copa, de Daniel Schreiber (Asteroide, traducción de José Aníbal Campos; en librerías el lunes), el descarnado memoir de un alcohólico que no lo parece y que relata con enorme valentía su historia de amor y desamor con su vicio. Tan conmovedor como la película Días de vino y rosas, de Blake Edwards (1962), o como Esa visible oscuridad (1991), el impresionante memoir sobre la depresión en el que William Styron relató su calvario y cómo consiguió salir de él (Capitán Swing; traducción de Salustiano Masó).
3. Rehogado
En una época en que las editoriales y las páginas de cultura de los medios recuerdan hasta el aniversario de la primera papilla que vomitaron escritores/as no necesariamente importantes, llama la atención que nadie se acuerde de que hace ahora 80 años se publicó El cero y el infinito (DeBolsillo; Darkness at Noon por el título de su traducción inglesa), de Arthur Koestler, una las más impresionantes denuncias novelescas del estalinismo y de los regímenes comunistas anterior a Archipiélago Gulag. Y la conmemoración se hace aún más necesaria porque Vintage ha publicado una nueva traducción directa del original alemán al inglés (titulada en origen Sonnenfinsternis, “eclipse de sol”), poniendo fin a la intrincada historia editorial de tan influyente libro (el mismo año de su publicación, en plena guerra, vendió más de un millón de ejemplares).
Resulta que Koestler terminó su novela en París y, al tiempo que enviaba su mecanoescrito alemán a un editor suizo, su amante de entonces, la escultora Daphne Hardy, enviaba su propia traducción inglesa al editor británico. Pero la primera se extravió después de que Koestler y Hardy huyeran de París ante la llegada de los nazis, y durante 80 años la versión que se ha publicado y traducido ha sido la inglesa, no del todo precisa con la terminología, la ironía y la fuerza del original alemán, encontrado hace unos años por un estudiante en una biblioteca. A ver si aquí algún editor toma nota y la traduce al español directamente desde el alemán.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.