La edad de oro del aforismo
En una era dominada por la brevedad y fragmentación, pero también por el ingenio y la chispa, el género triunfa en los libros tanto como en las redes sociales
A la hora de emprender esta pesquisa, nuestro ánimo se debatía entre diversos títulos (Intervalos lúcidos, La tinta es oro, El banquete de la brevedad, Centauros literarios) y lemas: “Lúcidos intervalos (…) en los que habla el silencio” (Cervantes, Quijote, II, XVIII), “El intervalo es el medio adecuado para la revelación” (McLuhan), “Una gota de tinta puede dar mucho que pensar” (Byron), “Usa la tinta como si fuese oro” (Sarduy). En cualquier caso, nuestro ensayo debía acometer una cuestión previa: cómo definir un género capaz de aglutinar incontables subespecies de prosa discontinua: máximas, sentencias, reflexiones, proposiciones, fragmentos, notas, apuntes, adagios, apotegmas, greguerías, aerolitos, pecios, pancartas… De entrada, era preciso descartar como aforismo toda frase entresacada de otro texto. Esta voluntad de autonomía formal sería el primero de los rasgos de un perfil que habría que completar de inmediato con otros: brevedad, plasticidad, preocupación ética y un gusto por la paradoja propio de su condición centaura: mitad filosofía, mitad poesía.
Estamos ante una figura tan esquiva por naturaleza como eludida por los tratadistas, incapaces de otorgarle legitimidad frente al oportunismo y la moda. Obras de clásicos como Séneca, Montaigne o Pessoa, sembradas de máximas implícitas, son explotadas por recopiladores de citas que hacen circular como aforismos el fruto de sus incursiones. Cuatro ejemplos extraídos de los ricos caladeros de Pessoa: “Si el corazón pudiese pensar, se detendría”; “Solo los individuos superficiales tienen convicciones profundas”; “Solo hay dos formas de tener razón. Una, callarse. La otra, contradecirse”; “Ya que todo estoicismo no pasa de ser un severo epicureísmo, deseo hacer en lo posible que mi desgracia me divierta”. Y, en efecto, tales pasajes presentan, más que muchos fragmentos de su Libro del desasosiego, los contornos que identificamos con el género breve.
Siempre atormentado por la ambición de resumir un libro en una página, una página en una frase, una frase en una palabra. Ese soy yo
Joseph Joubert
La versatilidad y magnetismo de la literatura lapidaria atrae formulaciones que a fuerza de ser citadas y recitadas por infinidad de actores cobran carácter de expresiones proverbiales. Hannah Arendt transmite como adagio latino la siguiente: “Quienes no aprenden las lecciones de la historia están condenados a repetirla”. Sin embargo, se trata de una perla tardía, resultado de la colaboración involuntaria de dos contemporáneos: Bernard Shaw (“Si aunque la historia se repite, sucede siempre lo imprevisto, qué impericia humana para aprender de la experiencia”, Máximas revolucionarias, 1903) y George Santayana (“Un pueblo que ignora su pasado está condenado a repetirlo”, La vida de la razón, 1906). Y cuando Nicanor Parra incluye entre sus Artefactos la cláusula “Todas las cartas de amor son ridículas; si no fuesen ridículas, no serían cartas de amor”, confiere a los versos de Pessoa ese aroma distintivo de la cocina aforística que solo se obtiene por condensación de los elementos que integran la salsa.
El género escueto, que tanto se presta a la elaboración de antologías, oculta, sin embargo, una complejidad inabordable. “Hay libros cortos que para ser entendidos requieren una vida muy larga”, declara Quevedo. Dos siglos más tarde, Joubert traza el autorretrato canónico del aforista: “Siempre atormentado por la ambición de resumir un libro en una página, una página en una frase, una frase en una palabra. Ese soy yo”. Entre el poeta español y el moralista francés, un pintor napolitano, Salvatore Rosa, inscribía en el ángulo inferior derecho de su propio retrato la siguiente leyenda: “Cierra el pico si lo que vas a decir no mejora el silencio”. ¿Qué hacer para estar a la altura de tamaño desafío? En 1887, Stevenson confiesa: “Hay veces que soy sabio y digo poco, y otras en que soy débil y hablo demasiado”. Hemingway, de quien tampoco conocemos ningún aforismo, afirma: “Se necesitan dos años para aprender a hablar, y sesenta para aprender a callar”. John Cage y Octavio Paz, quienes sí nos han legado sabrosos ejemplos de prosa discontinua, proponen respectivamente: “Las palabras sirven de ayuda para hacer los silencios”; “Enamorado del silencio, el poeta no tiene más remedio que hablar”. En una última vuelta de tuerca, Ana Pérez Cañamares observa: “El poema se escribe cuando nos hemos quedado sin palabras”.
La singular confluencia de pensamiento (filosofía) y sentimiento (poesía) podría ser uno de los factores que han propiciado la reciente eclosión de autoras de aforismos en lengua castellana. En sintonía con Susan Sontag y su noción de “sentimientos intelectuales”, Chantal Maillard expone en las páginas de Filosofía en los días críticos: “No perder de vista que pienso sintiendo, que pensando siento”. Para Maillard, la escritura fragmentaria se halla en correspondencia con “los saltos que caracterizan el proceder de nuestra mente”. Precisamente a la enfermedad y el modo de vida errante de Nietzsche, colmado de interrupciones, atribuye Lou Andreas-Salomé su predilección por la literatura entrecortada. “Una larga convalecencia engendra novelistas. La proximidad de una catástrofe, poetas. ¿De qué agujero salen los aforistas?”, se preguntaba Erika Martínez en Lenguaraz (2011). Es ineludible remontarse a los salones literarios del siglo XVII. En el de Madame de Sablé, abierto a la intelectualidad en 1640, cristalizó la variante de las máximas morales que alcanzó celebridad con las de La Rochefoucauld, compuestas después, aunque publicadas antes, que las de su anfitriona, quien subrayaba: “Estar demasiado descontento de uno mismo es una debilidad; estar demasiado contento, una tontería”.
Se necesitan dos años para aprender a hablar, y sesenta para aprender a callar
Ernest Hemingway
Todo aforismo aspira a plantear o dilucidar alguna cuestión importante de manera sintética. La contrapartida de semejante imperativo no es otra que la oscuridad. En nuestro ámbito, ningún autor ha calado tan hondo como Cristóbal Serra, quien una mañana de agosto de 1997 nos advertía: “Existen géneros legitimados por la retórica y la preceptiva literaria. Pero el aforismo no ha sido nunca justipreciado, sino considerado menor. Por eso me refiero a él como bastardo. Sería posible organizar una biblioteca universal de aforistas; establecer una teorética y un elenco. Sus fronteras no están bien delimitadas porque su esencia es sutil. Posee una naturaleza ambigua: anverso y reverso. Es el mejor instrumento para reflejar la trágica dualidad de las cosas del universo”.
¿Y con quién iniciar nuestra biblioteca? Respuesta: Heráclito de Éfeso, “sin cuyos dichos austeros, hoscos y a ratos extrañamente regocijantes”, señalaba Serra en 2002, “la trayectoria del aforismo occidental quedaría sin punto de partida”. Sus 126 fragmentos, apenas equivalentes a seis páginas de texto, han servido de pasto espiritual a generaciones de poetas y filósofos. ¿Cómo no sucumbir a su enigmático influjo? “Los contrarios concuerdan, y de lo diferente surge la más bella armonía, pues todo lo engendra la discordia” (8 DK); “A quienes entran en los mismos ríos, bañan aguas siempre nuevas” (12 DK); “Los que buscan oro cavan mucho y encuentran poco” (22 DK)… Nunca sabremos si el libro perdido de Heráclito era una colección de sentencias o un tratado discursivo, pero con sus restos, acaso precedidos por las inscripciones délficas de los Siete Sabios, comienza la historia de la sabiduría breve en Occidente.
El término aforismo — del griego apho, “separación”, y hóros, “límite”, es decir, delimitaciones, sean conceptuales (definición) o geográficas (hito, mojón kilométrico)— aparece por vez primera hacia el año 400 antes de nuestra era, como epígrafe de un presunto libro de Hipócrates, cuya condición de médico confiere tempranamente al género, amén de prestigio científico, cierta prerrogativa terapéutica, de veneno saludable, de saber arrancado al sinsabor. “La vida es corta, la ciencia extensa…”, reza su célebre comienzo. “La vida es corta”, repetía Einstein en 1947, “y la roca que empujamos con toda nuestra fuerza solo se mueve a intervalos muy largos”. El físico alemán formuló un puñado de aforismos genuinos, es decir, exentos, aislados, independientes de cualquier contexto. Verbigracia: “Para castigarme por mi falta de respeto a la autoridad, el destino me ha convertido en una autoridad” (1930); “La tentativa de combinar sabiduría y poder ha tenido éxito muy pocas veces, y cuando lo ha tenido ha sido por muy poco tiempo” (1953); “La primacía de los tontos es insuperable y está garantizada para siempre. Su falta de coherencia alivia, sin embargo, el terror de su despotismo” (1953). Intervalos lúcidos, en el curso de los cuales la roca que empujamos se mueve lo bastante para mostrar una perspectiva inesperada. Kundera comenta en El telón: “La vida es corta, la lectura larga y la literatura se está suicidando debido a una proliferación insensata. Cada novelista debería eliminar todo lo secundario, clamar por una moral de lo esencial”.
Una larga convalecencia engendra novelistas. La proximidad de una catástrofe, poetas. ¿De qué agujero salen los aforistas?
Erika Martínez
El silencio entre fragmento y fragmento —el vacío que separa un enunciado de otro— es la piedra de toque del aforismo. Un silencio que casi siempre, como aseveraba Píndaro, es “el más sabio pensamiento del hombre” (Nemeas, V). Se trata del mismo mutismo que sanciona la vieja superioridad de la pintura sobre la literatura, de la imagen sobre el verbo. Pese a todo, la palabra concisa dispone de un recurso inagotable para equilibrar la balanza: su plasticidad —del griego plastikós: “modelar”, “dar forma”—, y por tanto, la posibilidad de ser recreada por la mente lectora. Cuando Da Vinci asegura en sus Cuadernos: “El poeta está por debajo del pintor en la representación de las cosas visibles, y muy por debajo del músico en la de las invisibles”, decide, pese a todo, hacerlo por escrito. La encrucijada de texto e imagen constituye un campo de exploración inagotable. No es extraño que tantos creadores hayan practicado la doble militancia, de Goethe o Blake a Duchamp y Valcárcel Medina; de Delacroix, Klee o Michaux a Eva Lootz, Barbara Kruger o Jenny Holzer.
La brevedad, la cualidad que más inmediatamente denota lo aforístico, lo determina a su vez por partida doble: “de corta duración” (poco tiempo), “de corta extensión” (poco espacio). Deducción discutible, sin embargo, pues un pensamiento breve puede requerir muchas horas, incluso muchos kilómetros, de gestación. A Raymond Chandler le gustaba citar una frase del presidente Woodrow Wilson, responsable de los célebres Catorce puntos para la paz difundidos en las postrimerías de la Primera Guerra Mundial: “No tuve tiempo para escribirlos más cortos”. “La concisión [del latín concidere: “cortar”] es la lujuria del pensamiento”, observa Valéry en sus Cuadernos. Corominas vincula el vocablo “escueto” al latín scotus, referido a “viajeros expeditos”, es decir, “libres de estorbo”. El adjetivo “lacónico”, “de pocas palabras”, deriva de Laconia (Esparta), cultura regida por una economía de guerra. Ciertamente, nos hallamos ante un género espartano, enemigo, como sugiere Morey, “de todo despilfarro”. Gracias a ello, no ha perdido vigencia desde los orígenes de la escritura hasta nuestro tiempo acelerado, en el que solo un lenguaje frugal ayudará a la conciencia a mantenerse alerta. Uno de los grandes aforistas españoles contemporáneos, Eugenio d’Ors, cuya figura parece condenada a ser incesantemente redescubierta y reolvidada, no se cansó de reivindicar el “imperativo de abreviatura” ni repetir que la riqueza estriba en la limitación. En El valle de Josafat (1918), escribe: “Palabras que podrían grabarse en el bronce y, a la vez, escribirse en un abanico (…) Palabras milenarias como una esfinge y aladas como una mariposa”. En Cuando ya esté tranquilo (1930), insiste: “Renunciar a las Obras Completas para no escribir más que una lápida. Una lápida, con letras duras y eternas, que encerrase, entre nueve y veintisiete palabras, todo nuestro mensaje al mundo, cuanto hemos nacido para decirle”. La parquedad es el requisito de su infinitud.
En Seis propuestas para el próximo milenio, Calvino anticipaba: “En los tiempos cada vez más congestionados que nos aguardan, la necesidad de literatura deberá apuntar a la máxima concentración de la poesía y del pensamiento”. José Ramón González —artífice de Pensar por lo breve: Aforística española de entresiglos, 1980-2012 (Trea, 2013), acaso la mejor antología publicada hasta la fecha, junto a la de Carmen Camacho, Fuegos de palabras: El aforismo poético español, 1990-2014 (Fundación José Manuel Lara, 2018)— anotaba en 2016: “Lo digital ha habituado a los nuevos lectores a un tipo de expresión que podríamos identificar con las formas breves (…) Decir mucho con pocas palabras parece satisfacer una necesidad de eficiencia —una especie de principio no formulado de economía intelectual y psíquica—, y aunque la brevedad, y en especial la brevedad extrema, requiere un esfuerzo añadido por parte del lector, le otorga la satisfacción de sentir que se le está ofreciendo más por menos”.
Hay veces que soy sabio y digo poco, y otras en que soy débil y hablo demasiado Robert Louis Stevenson
Jean Cocteau comparaba las piezas musicales de su admirado Satie —compositor, también, de inolvidables bagatelas literarias— con miradas a través del ojo de una cerradura. “A lo augusto, por lo angosto”. Este adagio conjuga los rasgos capitales de la escritura fragmentaria, cuya senda discurre entre las cumbres de la precisión y los abismos de la concisión, pues anhela traducir la experiencia en un arte de vivir tan práctico como las indicaciones que orientan al viajero en los cruces de los caminos. No en vano ha sido el vehículo preferido del pensamiento ético desde los presocráticos a Ferlosio, pasando por Epicuro, Marco Aurelio, Gracián, Pascal, Schopenhauer, Machado, Wittgenstein, Juan Ramón Jiménez, Adorno, Simone Weil, Canetti, Cioran…
“Una palabra mal colocada estropea el más bello pensamiento”, dice Voltaire. “La característica feliz de todo clásico es la absoluta armonía del contenido y la forma”, añade Kierkegaard. “En el fondo, toda filosofía es una cuestión de forma”, tercia Valéry. “El escritor que cuida demasiado el estilo es que no tiene nada que decir; el que no lo cuida, valdría más que no dijese nada”, interviene Rusiñol, autor de una colección publicada en 1927, cuyo principal hallazgo estriba en su título: Máximas y malos pensamientos. “La palabra constituye una unidad de dos caras: el aspecto material —sonido— y el aspecto espiritual —sentido— (…) Una secuencia de sonidos resulta el vehículo del sentido”, zanjó Jakobson en 1942. Viejas verdades, cuya memoria tiene encomendado atesorar el aforismo. Cada postulado adquiere necesariamente la forma de variación sobre el mismo tema. Desgranemos una serie que abarca tres centurias: “Los defectos naturales se combaten con las virtudes adquiridas” (marquesa de Montpensier); “Para justificar a una persona basta que haya vivido de tal modo que gracias a sus virtudes merezca el perdón de sus errores” (Lichtenberg); “No es equivocado decir que a veces se nos ama más por nuestros defectos que por nuestras virtudes” (Joubert); “El mundo perdona tus defectos, no tus virtudes” (Antonio Porchia); “Nuestros defectos son a veces los mejores adversarios de nuestros vicios” (Margarite Yourcenar). “Ningún precursor”, señalaba Séneca en su epístola LXXIX, “podría agotar la cuestión; si acaso, habrá desbrozado el camino (…) La mejor situación es la del último que se ocupe del tema”. La verdad, la única verdad del aforismo, es un esfuerzo interminable de precisión.
“Quien quiere expresarse con brevedad debe abordar las cosas allí donde son más paradójicas”, puntualizaba Walter Benjamin en 1929. Nuestro cerebro no ha descubierto mejor procedimiento para hacerlo que la escritura discontinua, incluida la diarística. En su doble dimensión de fracción mínima y punto culminante, el aforismo reproduce la estructura antitética de la realidad y de la propia condición humana, inmersas en un juego infinito de contraposiciones que se complementan. “La voluntad de sistema es una falta de honestidad”, denunciaba Nietzsche. En su Origen y epílogo de la filosofía, Ortega y Gasset reflexiona: “Diríase que la razón se hizo añicos antes de comenzar el hombre a pensar, y por eso tiene que recoger uno a uno los pedazos y juntarlos”; a continuación, transmite una bella historia relatada por Georg Simmel: a finales del siglo XIX, un grupo de amigos creó en Alemania una Sociedad del Plato Roto; a los postres de un banquete, rompieron un plato y repartieron los pedazos con el compromiso de que cada uno entregara el suyo a otro socio antes de morir. El último superviviente sería el encargado de reconstruir el plato. O si se quiere, de restaurar el silencio.
Lecturas
El cántaro a la fuente. Aforistas españoles para el siglo XXI. José Luis Trullo y Manuel Neila (editores). Apeadero de Aforistas. 144 páginas. 18 euros.
Fuegos de palabras. El aforismo poético español de los siglos XX y XXI (1900-2014). Carmen Camacho (editora). Fundación José Manuel Lara. 492 páginas. 22 euros.
Pensar por lo breve. Aforística española de entresiglos. 1980-2012. José Ramón González. Trea. 344 páginas. 25 euros.
Concisos. Aforistas españoles contempo-ráneos. Mario Pérez Antolín. Cuadernos del Laberinto. 173 páginas. 16,50 euros.
Bajo el signo de Atenea. Diez aforistas de hoy. Manuel Neila (editor). Renacimiento. 248 páginas. 18,90 euros.
Revista 'Ínsula'. Número 801. El aforismo español del siglo XX. Erika Martínez (coordinadora). Espasa 36 páginas. 11 euros.
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