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Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Mordor, la cultura musical resiste como puede

El Pops Marítims solventa con holgura una cuarta edición celebrada bajo mínimos con más gente en las terrazas que en la sala de La Mutant por las medidas de seguridad

Soledad Velez, en el Pops als Maritims-La Mutant.
Soledad Velez, en el Pops als Maritims-La Mutant.María Carbonell

Imposible abstraerse de la anomalía. Porque hay dos realidades: la que se vive en la calle y la que se vive en los recintos culturales. Y la brecha que las separa es cada vez más grande. La primera, la de nuestro rutinario día a día, está tan normalizada que si no fuera por la presencia de las mascarillas (muchas veces a modo de bufanda, sin cubrir nariz ni boca), nadie diría que es distinta a la de hace seis meses. Terrazas atestadas sin un metro de distancia entre mesas, grupos de amigos que se reúnen en torno a unas botellas y charlan animadamente en los parques para pasar el rato, tranvías repletos de usuarios, restaurantes que agotan sus reservas, supermercados, grandes superficies y locales comerciales tan frecuentados como siempre. En la segunda, en esa realidad paralela que llamaremos Mordor, la tierra oscura, reducto de apestados que se congregan en un espacio tan cerrado como cualquier otro, pero con la finalidad de consumir cultura (¿a quién se le ocurre?), la escena es completamente distinta, y lo que hemos visto este fin de semana en La Mutant da la fiel medida: un auditorio con 220 butacas, de las que apenas hay 50 disponibles. Así de semiclandestina fue la cuarta edición de Pops Marítims.

La responsable de la sala, Marta Banyuls, tuvo que salir al escenario el viernes a primera hora a recordarnos que la cultura es segura e incluso se vio en el ingrato brete de recordar, el sábado, que ya somos todos adultos y solo debían ocuparse las butacas habilitadas. Porque una cosa es que una normativa nos pueda parecer incongruente, y otra que cada cual se la pase por el forro: ya había quien estaba tentado de hacer de su movilidad un sayo. No fueron los únicos instantes insólitos, rozando ese patetismo al que se ve abocada una industria que se desangra porque no tiene quien la defienda. La catalana Meritxell Neddermann, abrumada el viernes porque las doce personas que atendieron a sus primeras canciones estaban tan acogotadas que apenas parecían sentirse con derecho a aplaudir y romper un silencio de velatorio; o el vasco Amorante, irrumpiendo en escena el sábado por el pasillo de un patio de butacas en el que solo estábamos tres personas, servidor y una pareja (menos mal que luego entraron más).

Es la violentísima necesidad de pedir permiso – para todo – que tiene ahora mismo cualquier cosa que rodee la cultura en vivo, puesta bajo sospecha sin motivo alguno. A día de hoy, ni un brote notificado. Lo dicho: uno salía del recinto, cruzaba la calle para pegar un bocado y parecía estar viviendo entre dos dimensiones completamente ajenas. Dentro, sudores fríos para colocarse la mascarilla sin que las gafas se empañen, como si una cámara de seguridad fuera a delatarle, como si pasara la tarde en un correccional. Fuera, en la calle, bienvenidos todos al patio de recreo. Relajación absoluta.

En lo estrictamente musical, que es lo único que deberíamos ocuparnos, imperó la misma saludable diversidad que en ediciones anteriores del festival. Con mayor o menor rodaje – hay quien lleva más bolos en la mochila, hay quien menos –, pero cada artista dando lo que se puede esperar de él. El viernes, Meritxell Neddermann desplegando su pop de autora intimista, sentada al piano y rescatando ecos del soft rock de los años setenta e incluso del Stevie Wonder de finales de aquella década – o de Thundercat o Frank Ocean, con quienes debe guardar más sintonía generacional – en su utilización del vocoder y del teclado electrónico para generar radiaciones que tienen mucho que ver con el jazz o el soul; los ampurdaneses Cala Vento de nuevo convenciendo sin reservas con su pop vitaminado, elocuente, apasionante y sincero, en ese formato de power duo (guitarra y batería, ambos a las voces) que tan bien dominan y tanto logran contagiar a la platea – todo el mundo en su sitio pero en pie, con el voltaje eléctrico de la vieja normalidad flotando en el aire: el mejor chute de energía de todo el fin de semana – y el trío barcelonés Egosex haciendo también moverse al ya escaso personal que quedaba a última hora con su peculiar ensalada de ritmos electrónicos, punteos de guitarra africanistas y melodías de propiedades mántricas, invocando un trance con barniz espiritual con el que la frialdad ambiental no invitaba precisamente a empatizar. Solo nos perdimos la actuación de los valencianos Nomembers, responsables del que seguramente fue el mejor debut local de 2019: otro compromiso laboral – una entrevista con un músico norteamericano, los viernes tarde los carga el diablo – tuvo la culpa. Habrá que desquitarse.

El sábado, Iban Urizar, el hombre que se esconde tras el alias Amorante, ofreció una de las mejores actuaciones con su apabullante despliegue de hombre orquesta: trompeta, harmonium y loops de voz con los que hermanar el folk euskaldun (su conocimiento de la literatura y la música popular vasca es notorio) con las recientes sonoridades urbanas, a veces con una técnica que tiene mucho en común con el scat del jazz vocal. Tradición y presente hermanados en una propuesta magnética, sin prejuicios, desbordante de talento. Los valencianos Sierra Leona, por su parte, probaron que hay un interiorismo sentimental que ha brotado últimamente en la ciudad – ahí están Toni Carrillo a la guitarra y Tono Hurtado al bajo, ambos en proyectos colindantes como Samuel Reina o Tardor – capaz de conjugar los pasajes instrumentales intensos e intrincados con la expresividad emocional descarnada de toda una Rocío Jurado (ahí estuvo su versión de Se nos rompió el amor). El synth pop de Soledad Vélez, formando tándem con Jordi Sapena, convenció sin reservas, porque sus canciones tienen una espléndida factura (cerró, por cierto, dedicando 50 Latidos a su amiga y colaboradora Ley DJ) y a ella le sobra carisma. Los alicantinos Futuro Terror – con Óscar Mezquita, de Cuello y mil historias más, plenamente integrado a la batería – mostraron que su fibroso pop de pedigrí post punk ha ganado en versatilidad, pero no ha perdido ni un miligramo de contundencia. El suyo fue un estupendo concierto, concluyente como puesta en escena de un trío en plena madurez, acreedores de una repercusión que bien podría ser equiparable a la de sus colegas Biznaga. Cerró el cartel Sole Sánchez, la malagueña que sustenta Le Parody, proyecto librepensante erigido en punta de lanza de una generación de músicos andaluces que lleva un tiempo fusionando folklore, canción popular y electrónica post rave con superávit de personalidad. Lidió más que bien con la situación, pese a la frialdad que impone la distancia con un patio de butacas bajo mínimos, del que apenas trascendían algunas cabecitas aisladas en movimiento. El

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