El testamento literario del enigmático Cristóbal Serra

‘El aire de los libros’ reúne los últimos textos del inclasificable autor mallorquín, guardados en un baúl en su casa

Madrid -
El escritor Cristóbal Serra, en su casa de Palma de Mallorca en el año 2002.TOLO RAMÓN

La obra del escritor mallorquín Cristóbal Serra (Palma, 1922-2012) no ofrece, dado su carácter fragmentario, facilidades para ser catalogada. El principal especialista en su trabajo, el profesor y crítico literario Josep Maria Nadal Suau, define a Serra como “el raro más raro de todos los raros” escritores españoles, naturaleza que lo aboca a la categoría de autor único. En vida publicó una veintena de libros, pero su obra se hallaba incompleta. La Fundación Banco de Santander ha rescatado del baúl de documen...

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La obra del escritor mallorquín Cristóbal Serra (Palma, 1922-2012) no ofrece, dado su carácter fragmentario, facilidades para ser catalogada. El principal especialista en su trabajo, el profesor y crítico literario Josep Maria Nadal Suau, define a Serra como “el raro más raro de todos los raros” escritores españoles, naturaleza que lo aboca a la categoría de autor único. En vida publicó una veintena de libros, pero su obra se hallaba incompleta. La Fundación Banco de Santander ha rescatado del baúl de documentos hallados en el piso de Serra en Palma una serie de textos y fragmentos que escribió en los últimos años de su vida sobre obras y autores que le obsesionaron, y los ha reunido en un volumen titulado El aire de los libros, un testamento literario que fue presentado ayer en Madrid.

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El trabajo de Serra fue admirado por Pere Gimferrer, Octavio Paz, Juan Larrea, José Bergamín, Joan Perucho, Enrique Vila-Matas o Rafael Conte, entre otros. Pero también cuenta entre sus adeptos con escritores jóvenes como Javier Sierra, Agustín Fernández Mallo o Eduardo Ruiz Sosa. Irrumpió en 1957 con Péndulo, un texto breve que Nadal Suau sitúa en una intersección de Michaux y Kafka, al que siguieron, entre otros, el alegórico Viaje a Cotiledonia (1965) o, Diario de signos (1980), donde rememoró su juventud en Andratx.

Tradujo a Swift, a William Blake, a Léon Bloy, a Melville, al citado Michaux o a Papini. Incluso a Lao Tse y a Chuang Tse. Hoy, sus volúmenes resultan difíciles de encontrar incluso en las librerías de lance.

El aire de los libros, publicado en la colección Cuadernos de Obra Fundamental de la citada fundación con un prólogo de Nadal Suau, recorre con escolios algunas de las obras y autores que conformaron su biblioteca, pero, como previene el prologuista, no con ánimo de erudición crítica, sino “como una confesión personal”. El libro recupera algunos textos publicados de forma dispersa en revistas y periódicos, como tres aproximaciones al filósofo, teólogo y místico Ramon Llull, o la lección magistral que Serra pronunció en su investidura como doctor honoris causa en la Universitat de les Illes Balears, en 2006, titulada Elogio de la sencillez.

Manuscrito de Cristóbal Serra para 'El aire de los libros'.

En el cuadro identitario que traza el crítico, Serra es una figura excéntrica en la literatura española de la segunda mitad del siglo XX, investido de una aureola de autor de culto y sin acomodo en su canon coetáneo. “Era un católico muy heterodoxo, que leía tanto a Jesús como el Tao”, comenta Nadal Suau. Y añade: “Un autor muy peculiar, extraño, fragmentario, incalificable en su género, ingobernable para los editores. Rebelde (no conservador) y contradictorio, humorista y melancólico, sabio y místico, con un fuerte espíritu mediterráneo. Era un avanzado a su época, de plena vigencia”.

Serra abordó en los breves ensayos ahora reunidos cuestiones exotéricas y esotéricas (el Apocalipsis, el Corán, los cátaros, el cristianismo, el ocultismo), su compleja relación con la cultura judía, así como sus percepciones (y sus tensiones) con obras de Dostoievski, Ionesco, Rimbaud, Hölderlin, Quevedo, Dickens o Juan Larrea. En el tríptico dedicado a Ramón Llull, de acuerdo con el prologuista, Serra, ofrece “una aproximación erudita pero peculiar” sobre la que juzgaba “figura impresionante a la par que incierta”, cuya “aureola de ocultista no ha podido ser disipada”.

Cristóbal Serra, en el puerto de Antratx en los años sesenta.

Aunque buena parte de las páginas rezuman ironía, es en el apartado titulado Los cuadernos amarillos, donde el autor presenta una dimensión humorística irrefrenable. Con todo, el texto que para Suau constituye “la última gran página” de Serra es ese Elogio de la sencillez que cierra el volumen, donde se autorretrata.

Su timidez lo llevó a ser traductor antes que escritor, un traductor “atrevido” que versionó el libro del Tao sin saber chino, que escribió “siempre como un hombre común y no como un hombre de letras profesional”. Que huyó del estilo desbordante y prefirió “no hacer demasiado dispendio en palabras”. Que en su creación se abrió a “formas reconocidas o no reconocidas” (siguiendo el consejo de Kandinsky) y quien nunca prescindió del raciocinio en sus piezas que tenían ecos surrealistas y dadaístas.

Serra, como explica de sí mismo en este texto, fue un escritor que buscó la salvación en “el trabajo inútil e inadvertido” y que mantuvo la convicción de que “un artista no se mide por el éxito, por la difusión de su obra”, porque “los solitarios, los aislados son los más auténticos comunicantes”.

Antimoderno

Uno de los cuantiosos epítetos asignados a Cristóbal Serra, a quien Octavio Paz etiquetó como ermitaño, es el de antimoderno. El escritor sostuvo una visión pesimista del hombre y del progreso en una Mallorca que había entrado en una dinámica que no compartía y que transfiguraba los modos y los paisajes de su infancia. Serra, explica Nadal Suau, estuvo muy vinculado al puerto de Andratx: "En los últimos 40 años de su vida no quiso ir porque la construcción lo había transformado. Ese rechazo lo movió a escribir Viaje a Cotiledonia". Esa "vocación antimoderna", lo llevó también a la escritura de El asno inverosímil, "una locura de libro". Serra desarrolló una "gran devoción" por el asno. Durante los años que vivió en Valencia como estudiante de Filosofía y Letras, rescató en una librería de viejo inundada y llena de barro un libro titulado El asno ilustrado, de Manuel Lozano Pérez Ramajo, publicado en 1837. Aquella lectura le abrió un filón reflexivo. Consideraba que sin el asno no hubiese existido ninguna civilización mediterránea y que este animal sintetizaba el ritmo pausado del Mediterráneo. Incluso fundó una Hermandad del Asno, cuyo lema era "Sin reverencia al asno decae toda civilización, pierde esta su carácter sacro y se vuelve vertiginosa y alocada". Según el profesor, contaba con ocho o diez miembros que quedaban para comer. Era simbólico, y quizá extravagante, pero en ello subyacía la actitud de resistencia a la aceleración que lo estaba cambiando todo y agrietando los cimientos que sostenían su universo.

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