En defensa de Plácido Domingo
La precariedad de las acusaciones al cantante no guarda proporción con la demolición de su imagen
Es posible que mi amistad con Plácido Domingo -me enorgullezco de ella, la considero un privilegio- contradiga mi objetividad para analizar el escándalo hiperbólico que protagoniza la estrella, pero me resulta inconcebible que esa misma amistad hubiera prosperado sin la admiración y respeto al maestro. O sin los gestos de generosidad y grandeza que ha demostrado en este medio siglo de ubicuidad y abnegación misionera, no ya convirtiendo la ópera en un fenómeno universal, sino preocupándose por fomentar una herencia de discípulos que van a sobrevivirle.
Plácido Domingo ha sido y es un filántropo. Ha prodigado más tiempo y más dedicación que ningún otro artista al porvenir de la ópera y de la zarzuela. Ha ayudado más que nadie a los jóvenes cantantes. Y se ha multiplicado en una fertilidad artística, solidaria y hasta humanitaria que ahora pretende restringirse a la impunidad de la bragueta. Se trata de tumbar al coloso cuando acaso su figura se encorva y su poder disminuye.
Y se hace desde presupuestos bastante precarios, no en los tribunales, sino en la plaza pública y en la sala de audiencias mediática. Ocho de las denuncias son anónimas y desprovistas de pruebas, mientras que la única identificada, la mezzo Ruth Wulf, lo “acusa” de habérsele insinuado. No hay proporción, por tanto, entre el fundamento de las denuncias a Domingo y los efectos devastadores que congrega la sentencia de la opinión pública. Y que ya afectan a la dimensión profesional del artista, toda vez que la Orquesta de Filadelfia ha sido la primera institución musical en anular los contratos con el maestro en virtud del clamor justiciero y de la asepsia hipócrita.
El propio Domingo ha contribuido al akelarre justificando su comportamiento promiscuo en el contexto de una cultura y una época distintas, atribuyéndose una ambigua inmunidad que incita toda suerte de suspicacias y de hipótesis, pero urge diferenciar el plano moral y ético del profesional y del estrictamente penal.
El problema es que la amalgama de unos y otros órdenes predispone un mismo furor vengativo cuyas ambiciones tanto aspiran a la pena de muerte civil del "acusado" -en ausencia de un proceso judicial y de unos hechos prescritos- como vulneran la presunción de inocencia.
Domingo es un gigante en la causa del Me too, un símbolo hispano en Los Ángeles que se incorpora a la lista negra de los depravados y que se resiente de el moralismo revanchista, aunque conviene recordar el estrépito con que los tribunales han desestimado sentencias ya ejecutadas por la sociedad, incluido el exterminio personal y profesional con que fue jibarizado Kevin Spacey en el templo de hipócrita de Hollywood.
Creo conocer a Domingo lo suficiente como para resultarme inverosímil que haya abusado de mujeres o las haya acosado. O que haya incurrido en relaciones sin consentimiento. Domingo no es un delincuente. Y no voy a discutir los engranajes del poder en la dialéctica del fuerte y del débil, pero tampoco me voy a recrear en la ingenuidad de un mundo que divide a las personas en puras y en impuras. La ley establece el límite que no debe nunca sobrepasarse. La justicia expía las transgresiones, las define, las condena, pero las relaciones entre adultos fuera del paraíso perdido y en el marco legal apela a la responsabilidad, la ética o el interés de de cada uno. Ceder o no ceder. Postularse o no hacerlo. Seducir, medrar, resistir...
Reinas y plebeyas, sopranos y judokas, jóvenes y jubiladas, han montado guardia en el camerino de Domingo. La sobrenaturalidad del tenor, el carisma de Plácido, su personalidad apabullante configuran los rasgos inequívocos del ídolo. Y la correspondiente idolatría. No es un pretexto de la impunidad ni una coartada de inmunidad, pero si un ejemplo de las pasiones “legales” que ha despertado uno de los mayores cantantes de la historia.
Domingo se ha dado a los demás. Ha sido un tipo altruista. Ha dedicado más tiempo, facultades y energía al porvenir que nadie a la causa de la música, a los melómanos y a los profesionales. Lo prueba su implicación en conciertos benéficos, clases, horas de audciones, talleres de jóvenes, misiones. Y lo demuestra el concurso Operalia, la cantera de voces masculinas y femeninas que sujetan el futuro de la ópera. Y que Domingo ha convertido en su árbol genealógico.
No va a resultar sencillo abatirlo, talarlo, pero este proceso extemporáneo -los hechos denunciados se remontan a los ochenta y hasta podrían guardar relación con una venganza de la Cienciología- deteriora la credibilidad y la reputación de una figura mitológica que ya fue Sansón y que ahora se defiende arrinconado con el resoplido de un viejo elefante
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