La revolución de ‘El segundo sexo’
Para Simone de Beauvoir, solo una verdadera revolución en las condiciones sociales podría dar a las mujeres su libertad
En La fuerza de las cosas, Simone de Beauvoir cuenta: “Me apetecía hablar de mí misma (…). Empecé a soñar con ello, a tomar algunas notas, y hablé con Sartre (…). ¿Qué había significado para mí ser mujer? Al principio pensé que podría liquidarlo enseguida. Nunca me había sentido inferior, nadie me había dicho: ‘Piensa así porque es mujer’. Mi feminidad no me había supuesto ningún problema. ‘En cierto modo’, le dije a Sartre, ‘para mí nunca ha contado’. ‘De todas formas, no te han educado igual que a un chico: deberías analizarlo más detenidamente’. Lo hice y tuve una revelación: ese mundo era un mundo masculino, mi infancia había sido alimentada con mitos forjados por hombres y no había reaccionado de la misma manera que si hubiera sido un niño. Estaba tan interesada que abandoné el proyecto de una confesión personal para ocuparme de la condición femenina en general”. La obra que surgió de ahí comienza con una fría declaración: “Este mundo siempre ha pertenecido a los hombres”. En esta afirmación hay algo más que una verdad evidente, hay una revolución.
Aunque la mujer como tema de reflexión atraviesa el pensamiento occidental, nunca se ha pensado en ella por sí misma, como un elemento que podría constituir el núcleo más profundo de la dominación y el poder en la historia de la humanidad. Más duro, más profundo que la dominación política, cultural y social. Un lazo metahistórico que encarna el poder total de la sociedad masculina sobre el género femenino. Esto es lo que Simone de Beauvoir saca a la luz y lo que perdurará en la historia como su gran obra. En Francia, algunos grandes intelectuales, al igual que el Vaticano, condenaron inmediatamente El segundo sexo; entre ellos, dos futuros ganadores del Nobel: Albert Camus vio en él un ataque detestable contra “el hombre francés”, y François Mauriac, un escritor muy católico, denunció una historia sobre… la culote (¡las bragas!) de la autora. Lo que no impidió que este libro se convirtiera desde su publicación en una especie de manifiesto mundial para la emancipación de la mujer. La fórmula algebraica con la que comienza lo define mejor que todas sus palabras: “No se nace mujer, se llega a serlo”.
El libro se convirtió desde su publicación en una especie de manifiesto mundial para la emancipación de la mujer
De ahí surgen las tesis que desarrolla Beauvoir: la mujer es un producto de la sociedad masculina patriarcal; está hecha para cumplir con las funciones que esta sociedad le asigna; todo el enfoque tradicional consiste en presentar una idea fijista “naturalista”, basada en lo innato, para definir biológicamente a la mujer y su supuesta debilidad. Beauvoir hace pedazos esta idea, mostrando que el naturalismo y el inmovilismo no son más que ideologías de dominación de la mujer. En cambio, aunque no hay una “naturaleza” femenina, sí que hay una realidad masculina construida sobre la dominación de los sexos.
La mujer, convertida en objeto para el hombre, interioriza subjetivamente su condición y, al aceptarla, la naturaliza; los mitos de la reproducción, de la educación como niña o niño, de la división de tareas, son creaciones ligadas a la naturaleza del vínculo social; la sexualidad de la mujer depende de la del hombre; la maternidad no es un dato natural de la condición humana, sino un dispositivo que se rige por la organización de la sociedad; en sí misma, desde luego, esta maternidad es la condición necesaria para la reproducción de la humanidad, pero se ve atrapada desde el principio en la red de dominación de la sociedad patriarcal, por lo que también puede ser una desgracia para el destino de la mujer.
Y la conclusión se impone por sí misma: la liberación de la mujer pasa por el final de la dominación masculina, implica la propia liberación del hombre respecto a la sociedad de dominación que él ha creado. Por otro lado, Simone de Beauvoir no cree en una “esencia femenina”, sino que sostiene, por el contrario, que el hombre y la mujer son de la misma especie. Emanciparse significa superar la separación de “géneros” en una sociedad de iguales donde “hombres y mujeres afirman inequívocamente su fraternidad”.
Por eso rechaza el feminismo de la “guerra” contra los hombres. “El odio a los hombres”, escribe en 1972 en Final de cuentas, “empuja a algunas mujeres a rechazar (…) lo que llaman ‘modelos masculinos’. No estoy de acuerdo (…). Sería admitir la existencia de una naturaleza femenina, es decir, adoptar un mito inventado por los hombres para encerrar a las mujeres en su condición de oprimidas”. De lo que se trata es de que las mujeres “se conviertan en seres humanos de pleno derecho”. Los valores universales inventados por los hombres no pueden limitarse a ellos, precisamente porque son universales; las mujeres deben usarlos en su propio beneficio. “Lo cierto es”, concluye, “que la civilización establecida por los hombres, aunque aspira a la universalidad, refleja su ‘machismo’; su vocabulario mismo está marcado. En las riquezas que recuperamos debemos distinguir, con mucho cuidado, lo que tiene carácter universal y lo que lleva la marca de su masculinidad (…). Considero necesaria una revisión del conocimiento desde nuestro punto de vista, no su rechazo”. Para Simone de Beauvoir, solo una verdadera revolución en las condiciones sociales podría dar a las mujeres la libertad que merecen. Esta es la gran lección de El segundo sexo, cuyo 70º aniversario celebramos este año.
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