¿Qué hago a las seis de la mañana viendo una serie que ni siquiera me gusta?
Soy humano, y los humanos nos volvemos gilipollas cuando nos cuentan historias
Una de las virtudes de la fiebre de Juego de tronos es que nos hace sentir gilipollas. No como una sensación subjetiva, sino empíricamente demostrable. Uno puede sentirse gilipollas sin serlo, pero si, como yo, te pones el despertador a las seis de la mañana (verlo en directo, a las tres de la madrugada, me parecía un exceso impropio de un señor mayor) para ver un capítulo que puedes ver en cualquier otro momento de la semana o de la vida, es que eres gilipollas. Y esa es una verdad que merece y necesita ser revelada, porque no podemos ir por el mundo sin saber lo que somos.
Lo peor es que ni siquiera me gusta Juego de tronos y que, cuando anuncié al jefe de estas páginas que pensaba dedicar la columna al estreno de la última temporada, este bostezó y me preguntó si no podía escribir de cualquier otra cosa, que estaba frito de espadas y dragones. Cualquier otra cosa, subrayó. ¿Qué hacía, entonces, a las seis de la mañana, con la tele bajita para no despertar al niño y apurando el café con leche del desayuno? El gilipollas, claro.
Creo que lo he hecho por inercia social, por no sentirme al margen del mundo del que quiero formar parte. Porque, en el fondo, me mola ser de los primeros en enterarme de las movidas juegotroneras, aunque no me importen. En definitiva, porque soy humano, y los humanos nos volvemos gilipollas cuando nos cuentan historias. Somos adictos a las narraciones, como nos enseña el catedrático de Harvard Martin Puchner en El poder de las historias, libro al que me abrazo muy fuerte para restituir mi dignidad herida de morboso que quiere saber si Jon Snow y Danaerys Targaryen van a seguir enrollados después de saberse que son primos, o algo así.
Perdón, se me ha escapado.
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