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TRIBUNA LIBRE
Columna
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Cortar el rollo

Me pregunto por qué esa insitencia en el monólogo interior. ¿Es que el amor entre las mujeres ha de ser siempre así de intenso?

La escritora Annemarie Schwarzenbach.
La escritora Annemarie Schwarzenbach.

En su impresionante ensayo sobre Sor Juana Inés de la Cruz, Octavio Paz valoró de puntillas la relación de esta con su protectora, amparándose en la trillada fórmula de “la complicidad femenina”, como si su deseo por ella, el que brota y por poco incendia sus versos, fuera un espejismo barroco. Intelectualizándola la alejó de esa senda iniciada por Safo y que continuaron otras con mayor o menor fortuna. A veces incluso de manera anónima. Siempre huérfanas. En el prólogo de Sita, Kate Millett da cuenta de esa soledad. “Le rezaba todas las noches a Proust porque quería su música, su manera de entender los matices y la discreción, esa osadía suya que insistía en la esencial y a veces terrible verdad, aunque tuviese que emplear disfraces. (…) Y a Vio­lette Leduc, mi única modelo en todo este camino de oscuridad hasta llegar a Safo. No había existido un lenguaje para este amor; tampoco ejemplos”. Poco antes se nos informa de la tibia acogida que tuvo su libro en Estados Unidos, mencionando que fue una decepción el que Sita no diese una mejor imagen del amor lésbico, y eso que su último desenlace quedó fuera del texto. Quien da título al libro acabó suicidándose, lo que empaña aún más su lectura.

Dicho esto, yo la seguí con atención y, sí, la disfruté, en toda su sutileza y complejidad, en su música, aunque en ese yo que fluctúa, se rearma y desdibuja al primer gesto hubiera algo que me irritase. Meses antes accedí a leer con interés la novela de Eva Baltasar Permagel y no la acabé. Fue por esa música, que en este caso percibí sin matices, en un tono monocorde y frío. Qué inanes las reflexiones de su protagonista, qué yo más insulso. ¡Que lo celebran otras! Me consolé un poco pensando en la candidez de Olivia, aprendiz en la que se proyectó Dorothy Strachey para narrar la atracción entre una profesora y su alumna. Si aquí detecté cierta afectación, lo achaco a la juventud de su protagonista. Como Sita, está escrita en primera persona. También Teresa e Isabel, de Violette Leduc, o Ver a una mujer, de Annemarie Schwarzenbach, dos obras muy notables y que acertaron al ser breves. Es que si las leo de corrido me sale un disco para el que hay que tener el día.

Me pregunto por qué esa insistencia en el monólogo interior que en sus mejores momentos desemboca en una prosa lírica y febril y que en los más difíciles se torna hermética, obsesiva, incluso suicida. ¿Es que entre las mujeres ha de ser siempre así de intenso? De entrada no me queda claro si el tormento es aquí reflejo de la imposibilidad de un amor o de la dificultad de narrarlo, que en la mujer siempre será mayor, siendo un sujeto que ha sido históricamente negado (sí, esto hay que repetirlo, al menos hasta que deje de ser cierto). Quizás es por eso por lo que en muchos casos su escritura esté tan vinculada al cuerpo, como defendió Hélène Cixous: “Fui criada a leche de palabras. Las lenguas me alimentaron. —Abre la boca. —No. Me dejé alimentar sólo por la voz, por las palabras. Se había cerrado un trato: sólo tragaría si me hacían oír”. Monique Wittig llevó el asuntó más lejos, deletreándonos “ciprina”. Nos descubrió esa palabra.

Tampoco ha de sorprendernos que quien se ha visto obligada a vivir en el espacio doméstico tienda a cosechar una escritura confinada

Si políticamente me gusta la idea de que las mujeres generen su propia sintaxis y que esta hable un idioma extraño al logocentrismo, admito que literariamente me agota el torbellino textual al que nos aboca. ¿Lo profundo ha de ser siempre sinónimo de visceral? Tampoco ha de sorprendernos que quien se ha visto obligada a vivir en el espacio doméstico tienda a cosechar una escritura confinada. Si su amor es socialmente condenable, más de lo mismo. No en vano los espacios son tan importantes: del internado de Olivia a ese piso de Sita en el que se siente desplazada y va reconquistando. En breve cárcel, Sylvia Molloy llevó al límite este juego de interioridades y, otra vez, lo dejé sin acabar. Me digo que si Virginia Woolf reivindicó una habitación propia fue para pirarse de casa, no encerrarse en su interior. Por suerte, su Orlando es como Sor Juana: una anomalía. Ella que tanto cosechó el monólogo interior, lo descartó en su novela más lésbica, la que escribió pensando en su amante y su mansión de 365 puertas (¡es lo que tiene ser rica: una habitación al día!). Ahí la música no es la de una mujer angustiada y por desintegrarse, sino la de un ser que cambia y se reinventa. Todo es dinámico. Imagino que si esto fue posible es porque la escribió en plena seducción, no como superviviente de un gran desengaño.

Pero ¿es mucho pedir que se nos narren más amores lésbicos insistiendo en lo que tuvo de bello y constructivo y no en su aspecto efímero o enfermizo? ¿Es mucho pedir más libros como Zami? No deja de ser irónico que fuera Audre Lorde, quien tanto defendió la ira como herramienta política, quien ahora me recuerde que el amor, incluso cuando fracasa, no mina la identidad. Sólo nos enseña una nueva manera de escribir nuestros nombres. Y eso es muy valioso. Démosle la atención que merece y busquemos a las Zamis que hubo en Sita. Seguro que existen.

Andrea Valdés es escritora y periodista.

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