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El sueño del emperador

¿No sería más razonable vivir más despacio en vez de ralentizar el envejecimiento? Paladear las vivencias de cada día

JUAN ARNAU
Una investigadora trabaja en un laboratorio.
Una investigadora trabaja en un laboratorio.Getty Images

El viejo asombro parece hoy recuperar la dignidad perdida en la enseñanza pública y, aunque mucha gente sigue preguntándose “qué cosa es la vida buena y consciente” o si la filosofía ha de potenciar la crítica o la simpatía, es evidente que su espíritu ha perdido esa fuerza que le reclamaba Hegel (la de mirar fijamente al sol y a la muerte). Quizá sea el momento de hacer un alto en el camino y preguntarnos qué ha pasado con la filosofía para que su dulce veneno haya perdido el brío estimulante de antaño. En sintonía con esa necesidad de recapitulación, Peter Sloterdijk, uno de los filósofos más célebres de Alemania, pronunció entre 2005 y 2014 una serie de conferencias recién publicadas en español por la editorial Siruela en traducción de Isidoro Reguera y bajo el título¿Qué sucedió en el siglo XX? De diferente estilo y alcance, todas ellas se ocupan de lo que sucedió el siglo pasado, resultando especialmente significativas dos, la que titula el volumen y ‘El pensador en el castillo encantado’, dedicada a Freud, Bloch y Derrida, donde se adivina por qué los viejos demonios están volviendo a Europa.

Sloterdijk lee a estos tres autores como intérpretes de sueños. Sueños nocturnos que proyectan deseos infantiles prohibidos, sueños diurnos sobre un mundo mejor y sueños metafísicos desenmascarados y debidamente “neutralizados”. La deconstrucción sería entonces una hermenéutica de los sueños que acostumbran a soñar los poderes imperiales. Quimeras de alcoba, de asamblea o de biblioteca que configuran ese archivo universal llamado conciencia colectiva. A diferencia del pasado siglo, esa conciencia está hoy en Internet, no se crea desde la cátedra o la buhardilla, sino desde grandes corporaciones que, con el uso masivo del big data, dominan la economía financiera y formatean a sus consumidores mediante métodos adictivos e invasivos. Los sueños de la religión o de la revolución están ahora en manos de ingenieros computacionales.

Una obra de madurez de Thomas Mann, José y sus hermanos, sobre los valores de la civilización, anticipa estas cuestiones y permite ver el papel que la filosofía puede desempeñar en ellas. Una de las “soluciones” fue la deconstrucción, esa praxis de venenos que contrarrestan otros venenos anteriores (en el supuesto de que no hay reproducciones “inocentes” de las improntas del pasado). La idea de Mann es que los nuevos sueños, los sueños de los grandes señores, marcan el destino de la civilización. Ahora el infantilismo religioso, que Freud veía como neurosis obsesiva y general de la humanidad, ha tomado un nuevo rumbo, el de la biotecnología. Con ella los fundadores de Google han creado Calico, una compañía destinada a desentrañar los secretos del envejecimiento y lograr que vivamos (quien lo pueda pagar) 500 años, en este planeta (si resiste) o en una colonia extraterrestre. El Instituto Buck es la nueva arca de Noé. En sus probetas, levaduras y gusanos viven ya mucho más de lo normal. Sin tanto aparato tecnológico, Kant, que nunca gozó de buena salud, aprendió los secretos de la longevidad. Vivió más que sus amigos y, cuando tuvo que enterrarlos a todos, confesó amargamente la inutilidad del logro.

Ralentizar el proceso de envejecimiento, ese es el nuevo sueño del emperador. ¿No sería acaso más razonable vivir más despacio? Paladear las vivencias de cada día. Hemos ignorado la dureé y seguimos aferrados al tiempo absoluto de Newton, seguimos creyendo que el espacio puede medir el tiempo, cuando tanto Einstein como Bergson mostraron de un modo convincente que los relojes no miden el tiempo, sino otros relojes. Desde esta perspectiva, quizá Mozart vivió tanto como Matusalén. Ignorando estos hallazgos, el Fausto alquímico asume ahora el provincianismo norteamericano, siempre eficaz a la hora de implantar deseos al resto del planeta.

El dulce veneno de la filosofía no debería dejarse hipnotizar por sus propios sueños. La gnosis revolucionaria, el espíritu de la utopía o el principio de esperanza siempre mostraron cierta impaciencia con el presente. Somos incapaces del aquí y el ahora, y esa carencia está siendo suplantada por un sinfín de distracciones. Desafortunadamente, la deconstrucción masiva dio paso a la razón cínica, que comulga bien con los tiempos. Derrida acertó al señalar que todos, en mayor o menor medida, somos quijotes y estamos “habitados” por textos. El problema ahora es que esos textos son altamente fugaces y caducos (un vídeo de dos minutos, una opinión en 280 caracteres).

Castoriadis anticipó el escenario: “El poscapitalismo ha logrado fabricar al individuo que le ‘corresponde’, uno perpetuamente distraído y pasando rápidamente de un goce a otro, sin memoria ni proyecto, listo para responder a todos los requerimientos de una maquinaria económica que destruye la biosfera y se concentra en la producción de ilusiones denominadas mercancías”. Quizá la filosofía podría abrir una tercera vía, recuperando la jovialidad desplazada por la crítica. Una filosofía del deseo irónico y la simpatía, que reclame cierto distanciamiento escéptico respecto a lo que uno sueña, pero también respecto a los sueños de los grandes señores. Que enseñe a vivir más despacio y con mayor simpatía. No es pedir demasiado.

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