Un circo de invierno
Mario Gas recupera la desolación de 'La Strada', la recordada película de Fellini, en una versión interpretada por los actores Alfonso Lara, Verónica Echegui y Alberto Iglesias
A Mario Gas le asoma el alma uruguaya en La Strada. Veo la función e imagino a su madre en Montevideo, llevándole en brazos, avanzando contra el viento y la garúa del astillero, y pienso en aquello que dijo Onetti: “Como un día de lluvia en que me traen un abrigo empapado para ponérmelo”. Ese es el clima y la tristeza arrasadora de la película de Fellini, que no recordaba tan oscura. Gas le ha añadido, para empezar, tres payasos espectrales que nos reciben en La Abadía vestidos de negro, con sombreros beckettianos y narices rojas. En el escenario, tres pantallas donde se proyectan fragmentos en blanco y negro (con destellos en rojo) de una película soñada, a cargo del maestro Álvaro Luna, como restos arrojados a la playa. Y en la estampa final veremos a los tres, perdidos, eternos fantasmas, frente al mar.
En el escenario, un carromato recorre los caminos desolados, gélidos. La luz de Felipe Ramos pinta gamas de grises. Más tarde brotarán luces altas en la noche, y cartelones, en colores desleídos, de un circo imaginario, inalcanzable. Más que estampas de la posguerra italiana, la escenografía de Juan Sanz hace pensar en los oakies de Las uvas de la ira en los días de la depresión. No hay mítica. Zampanò no tiene nada que ver con el invencible Lotario de Las aventuras de Mandrake. El forzudo del carromato hace lo único que sabe hacer: romper una cadena con el pecho. Alfonso Lara encarna a un Zampanò violento, turbio, frío, incapaz de amar. Yo le vi esos perfiles cuando fue el brutal Walter de Emilia, de Claudio Tolcachir, donde me dejó estremecido. Pensé en James Gandolfini, y aquí es más Gandolfini que nunca, aunque, si lo pienso, me viene a la cabeza un joven Jean Gabin, porque la película de Fellini está muy cerca, a mis ojos, del cine desesperado de Marcel Carné.
A la actriz Verónica Echegui le toca el dificilísimo rol de Gelsomina, que fue la revelación (y la consagración) de Giulietta Masina. Gelsomina es un corazón generoso, inocente como una perrilla, fiel incluso a quien la patea. Echegui es la encarnación de la pureza. Exhala encanto y dolor. Pero, a mi modo de ver, es demasiado guapa para que me la crea como Gelsomina. Me cuesta tragarme que su madre se la vendió a Zampanò por cuatro chavos. En cambio, es muy convincente su composición anímica, el temblor de esa pobre cabeza cada vez más perdida, y me desgarra su desvarío final, cuando llama a gritos al Loco, y la melodía de su trompeta, una de las mejores composiciones de Nino Rota, suena como el viento.
Alberto Iglesias, del que todavía recuerdo sus seis personajes en Incendios, es el Loco. Un funámbulo existencialista, un payaso lúcido, sonriente pero amargo, que prevé su propia muerte. No creo que a Iglesias le haga falta esa risa con la que quizás se busca sugerir su lado oscuro: esa reiteración (única pega) me resulta artificiosa y un tanto cansina.
Me gustan mucho los diálogos de Fellini, Flaiano y Pinelli, en la versión que Gerard Vázquez publicó en 1999. Y me gustan las “voces musicales”: cada personaje tiene un instrumento que le define. El violín del Loco guía la trompeta de Gelsomina, que suena conmovedoramente desafinada, con una escuálida alegría. El tambor de Zampanò suena como el ladrido de un perro que no sabe pedir de otra manera. La partitura de Orestes Gas tiene pasajes románticos y tenebrosos, que a veces viene a ser lo mismo, y crea una atmósfera muy bien ceñida, en la que también destacan los silencios entre Gelsomina y Zampanò.
¿Qué echo en falta? Algunas estaciones del camino, algunos personajes secundarios. Entiendo que Gas quiere un montaje muy desnudo, y opta por limitarse a los tres protagonistas para condensar la historia, hacerla más honda, sin descargos, aunque se agradecen los momentos de humor, como la estupenda escena en la que el Loco arruina el número de Zampanò.
El principal riesgo de la función es, quizás, su lentitud. No es larga (una hora y 35 minutos), pero avanza a un ritmo un tanto premioso. La garúa empapa poco a poco, cierto, y tragedia y desolación no siempre avanzan con rapidez, pero podar o acelerar algunas lasitudes quizás no vendría mal.
Una idea sensacional: la aparición filmada de Gloria Muñoz, la dueña del bar donde Zampanò recibe la más triste noticia. Y nosotros. Una escena que no recordaba en la película. La actriz, brillando literal y metafóricamente en un sutilísimo blanco y negro, talmente otro personaje de Marcel Carné. O de novela de Simenon: La viuda Couderc, por ejemplo.
También he visto y aplaudido L’habitació del costat (The Vibrator Play), una delicada y sorprendente pieza de Sarah Ruhl, montada por Julio Manrique en la Villarroel barcelonesa. El próximo sábado se lo cuento.
La Strada. Federico Fellini. Dirección: Mario Gas. Teatro de La Abadía. Madrid. Hasta el 30 de diciembre.
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