El caso Currentzis
Entusiasmo en Madrid con la revelación del maestro griego y el prodigio de "su" orquesta
Creo haber sido uno de los mayores detractores de Teodor Currentzis, del mismo modo que formo parte ahora de sus mayores partidarios. La conversión se explica porque mi opinión adversa al maestro griego me la proporcionó la desvinculación que existía entre sus intenciones y sus resultados cuando descendía al foso. La vehemencia del gesto, el énfasis gestual discrepaba de la reacción de los músicos a los que se dirigía.
Fueron las sensaciones que me produjo su agonía en el foso de la Opera de París. Lo había fichado Gerard Mortier después de haberlo visto dirigir en la remota Novosibirsk, pero me dio la impresión de que los profesores de la compañía parisina, burócratas de dedicación cronometrada, reacios a la experimintación, se dedicaron a sabotearlo. Currentzis se frustraba en la pretensión de hallar el claroscuro de la música de Verdi.
Se explica así la impresión que a tantos nos produjo la revelación discográfica de la trilogía de Mozart/Da Ponte. Fue una sacudida, no ya porque Currentzis era capaz de explorar la ironía, el cromatismo, la tensión teatral, las corrientes subterráneas, la fertilidad del oleaje, sino porque había alumbrado en los Urales una orquesta a su imagen y semejanza. Disponía de una orquesta de autor, una especie de comuna de artistas radicada en la antigua Molotov que se prodigaba en los milagros y las proezas. Currentzis se desempeñaba como gurú, como predicador. Y me temo o me malicio que sus músicos serían capaces de sacrificarse si se lo requiriera, no hasta el extremo incendiario de los davidianos, pero sí inmolados en la cima de Masadá.
Ha sido otra vez Alfonso Aijón el pionero, el emprendedor cultural que ha traído a Currentzis con su agrupación superdotada (MusicAeterna). Ya había dirigido en el Real el maestro por iniciativa de Mortier, incluso había prodigado un memorable díptico -Iolanta/Perséfone-, pero revestía interés medirlo en el ciclo de grandes orquestas de Ibermúsica, exponerlo a un público instruido en la cultura de la excepcionalidad y la excelencia.
Se resume el acontecimiento en el silencio y en la atención. Se explica en las expresiones de entusiasmo. Y se entiende en el poder hipnótico de Currentzis, no ya sabedor del fervor que provoca entre sus súbditos, sino igualmente consciente de la devoción que exterioriza su papel de oficiante: media entre la música y el público, concibe el gran ritual seduciendo a la feligresía.
El mérito del maestro consiste en la sensación de escuchar una Cuarta de Mahler como si no la hubiéramos conocido antes. Explora sonoridades insólitas. Lee entre líneas con sentido de la clarividencia. Y requiere de los músicos una exigencia extrema. A veces los lleva al borde del precipicio, pero la orquesta nunca se le cae de las manos. Todo lo contrario, es capaz de sobrellevarla como una pluma o maniobrarla como un ejército feroz.
Currentzis dirige desde la heterodoxia, desde la radicalidad, pero sus versiones, discutidas, discutibles, tanto reflejan una vitalidad inusual en la rutina de los conciertos como enfatizan la proeza que supone haber construido una orquesta con habilidades prometéicas.
MusicAeterna es una prolongación de sus manos y de su espíritu, hasta el extremo de que el gesto de sus dedos, abriendo y recogiendo las redes como un pescador en el mar Rojo, sobrentiende la impresión de que “maneja” a los músicos con hilos invisbles. Y que los mece como una figura carismática y providencial, derivando la música a una acepción religiosa que redunda en la suspensión del espacio y del tiempo.
Babelia
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