Un instante en la vida
Hacía tiempo que no me subyugaba tanto un libro como el que escribió Philippe Lançon tras el atentado de ‘Charlie Hebdo’
Es así como uno debiera encontrarse con un libro: por sorpresa, sin aviso ninguno, sin conocimiento previo, sin la hojarasca y el ruido de los comentarios, las simpatías, los prejuicios, sin saber nada de su autor, y ni siquiera del tema. Así es como la lectura será un acto pleno y soberano: un encuentro a cuerpo limpio y a solas entre el lector y el libro.
Fue así como encontré, hace un par de semanas, Le lambeau, de Philippe Lançon, en la librería de un aeropuerto francés, mientras hacía tiempo para ir hacia la sala de embarque. Yo no sabía quién era Philippe Lançon, y ni siquiera estaba seguro del sentido del título. No había un resumen en la contraportada. No había más que dos líneas de información sobre el autor. Los libros de Gallimard son de una austeridad extrema. Ni siquiera sé por qué me fijé en éste. Lo abrí por curiosidad y leí algunas frases sueltas hojeando al azar. No llegué a saber de qué trataba. Solo me atrajo la música, el tono de una narración en primera persona. Estaba empezando el embarque cuando una voz avisó de que habría un retraso. No me importó nada. Sentado en mi silla de plástico apenas alcé la cabeza del libro. Lo había empezado y ya no podía dejarlo. Leí tan ensimismado durante el vuelo como durante la espera. Quinientas páginas más tarde tengo la sensación de haber atravesado una prueba que me ha angustiado y me ha fortalecido. Hacía tiempo que no me subyugaba tanto una voz escuchada en la tipología silenciosa de un libro. Lo termino una noche, a las tres de la madrugada, en un estado que tiene algo de fiebre, la imaginación invadida por la experiencia límite de otro ser humano. Apago la luz y en la oscuridad del dormitorio imagino las habitaciones de hospital en las que Philippe Lançon pasó los ocho primeros meses de 2015. Su historia está en este libro, pero él es una persona real que vive y respira y recuerda ahora mismo: quiero imaginar también cómo es su vida en este momento, la existencia nueva en la que se encontró de golpe el 7 de enero de hace tres años.
No es solo que ese día cambiara su vida: es que el hombre que él era dejó de existir, y en su lugar fue naciendo otro, haciéndose lenta y muy dolorosamente, como se iba rehaciendo a base de operaciones quirúrgicas su cuerpo roto por los disparos a quemarropa de un fusil de asalto. Aquel Lançon que ya no existe acudió en bicicleta, en la mañana del 7 de enero, a la reunión semanal de los redactores de Charlie Hebdo, la revista en la que escribía crónicas culturales. También colaboraba en Libération: esa mañana había estado a punto de ir a Libération y no a Charlie Hebdo. Ese hecho tan probable y tan simple habría cambiado su vida. De decisiones y azares así está hecho lo que con tanta solemnidad se llama el destino. Lançon es un periodista aficionado a las artes y empapado de literatura, lector de Proust, de Thomas Mann, de Racine, de Kafka, devoto de Bach y de Bill Evans. Esa mañana, al final de la reunión en Charlie Hebdo, estaba enseñándole a un colega un libro de fotos de músicos de jazz: justo en ese momento la realidad se quebró y lo que había sido una reunión cordial y algo desalentada —el desaliento del oficio en declive del periodismo— se convirtió en un horror más indescifrable que cualquier pesadilla.
“Cuando no se la espera, ¿cuánto tiempo se tarda en saber que la muerte ha llegado?”, dice Lançon. Pero ni siquiera se está seguro de que sea la muerte lo que llega: es algo, un vendaval, un trastorno sin nombre, una suspensión del tiempo, una repentina lentitud, una sucesión de petardeos que cuesta identificar porque los disparos de la realidad suenan con un ruido menos enfático que los de las películas, con una sequedad que luego ya no olvida el que los ha escuchado. Lançon revive con lucidez retrospectiva la extrañeza de estar viviendo el puro espanto: “La irrupción de la violencia me aísla del mundo y de quienes también la sufren”. Cae al suelo, se tumba más bien, casi con cuidado, cerrando los ojos, como un niño que cree que solo con cerrarlos se vuelve invisible para quienes lo persiguen en el juego. No sabe si vive o si está muerto. Después de cada disparo oye un grito repetido:“¡Allahu Akbar!”. Uno de los verdugos se acerca a donde él está. Posiblemente va a rematarlo. Tiene la cara inundada de sangre y no sabe que es la suya. Todavía no sabe que los disparos le han destrozado la mandíbula inferior. De repente se hace el silencio. Lançon abre los ojos y ve cerca de él la cabeza de un amigo con el que hablaba unos segundos antes. Del interior de su cráneo roto brota la masa cerebral.
Le lambeau trata de la rapidez homicida de lo inesperado y lo súbito y de la lentitud del tiempo en los hospitales y en los quirófanos. Durante varios meses, su mundo se restringe al sufrimiento y la paciencia de la recuperación y al espacio de las habitaciones de hospital, protector y a la vez sofocante, alejado del mundo exterior en el que viven su normalidad las personas que para Philippe Lançon ya no son sus semejantes. Ahora él pertenece a otra humanidad: la de los enfermos, los que tienen las caras destrozadas por accidentes o por la mordedura del cáncer, los cirujanos, los enfermeros, los padres mayores junto a los que ahora, con 50 años, se siente regresado a la vulnerabilidad de la infancia, el hermano, la mujer que no acaba de reconocerlo porque sigue buscando al otro que fue y ya no existe. Con el peroné de su pierna derecha los cirujanos le hacen a Lançon una nueva mandíbula. Un día prueba de nuevo por primera vez la maravilla de un sorbo de zumo.
Para preservar su humanidad y su cordura el malherido, el superviviente, busca el consuelo del amor, de la amistad, la compasión, la música, la literatura. Solo lo muy valioso resiste la prueba de la exigencia máxima: Bach, Kafka, La montaña mágica, pasajes de Proust, Bill Evans. Una exigencia idéntica es la que impone el relato de lo que se ha vivido en la noche oscura del terror y de los hospitales. He sabido que el libro lo publicará pronto en español Anagrama. Será imposible no leerlo.
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