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Memorias estivales 6
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Tensión frente al televisor

En mis veranos de niña la tele quedaba relegada a un segundo plano, como entretenimiento cuando llovía y poco más. Pero el día de la final de waterpolo en Atlanta 96, no

La familia de la autora ve la final de waterpolo en los JJ OO de Atlanta 96.
La familia de la autora ve la final de waterpolo en los JJ OO de Atlanta 96.
Elisabet Sans

El día empezó como el resto de 28 de julio de mi vida, felicitando a mi hermana por su cumpleaños. Pero esa mañana en mi familia se respiraba cierta tensión; unos nervios que se alargarían horas. Teníamos el calendario marcado por otra cita, y era con el televisor. En mis veranos de niña la tele quedaba relegada a un segundo plano, como entretenimiento cuando llovía y poco más. Pero ese día no.

Intentamos matar la espera como en cualquier otra jornada veraniega: mañana en la piscina del camping Aqua Alba, comida refrescante (eso sí, con pastel de cumpleaños de postre) y más piscina por la tarde. Al caer el sol empezaron los preparativos. Se sacó el televisor por la ventana de la mobile home. Se puso sobre una mesa. Las sillas blancas de plástico se colocaron a modo de cine (¡cómo nos hubiera gustado tener una gigantesca pantalla!). A alguien le debió de parecer que la tele estaba demasiado baja, así que se puso una escalera sobre la mesa y encima el pesado aparato —las pantallas planas por aquel entonces ni las intuíamos—. Nadie quería perderse un solo detalle de lo que iba a pasar. Nos estábamos preparando para ver la final de waterpolo de Atlanta 96. Mejor dicho, íbamos a ver en directo a mi tío y a mi primo colgarse un oro olímpico. Pero eso aún no lo sabíamos.

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No recuerdo si fue antes o durante el descanso del partido, al que España llegó perdiendo, ni tampoco quién fue. Pero la televisión acabó como si fuera una diosa venerada en su altar. Abrazada por una bandera olímpica, la acompañaban una pelota de waterpolo y un gorro blanco y otro azul. Había alguno también en las cabezas de los amigos que se reunieron con nosotros, algo que he redescubierto ahora al recuperar las fotos que hizo mi madre porque ella sabía que, acabara como acabara, esa era una noche única.

Tensión. Gritos. Silencio. Aplausos. Más gritos. Pedíamos sin parar la expulsión de los jugadores del equipo croata, fueran correctas o no. Se lo gritábamos al árbitro, como si nos pudiera oír a través de una pantalla y a 7.340 kilómetros de distancia. Mi hermana prefirió ver el partido con sus amigos, quizá para que no la viéramos sufrir o intentar hacerlo menos si estaba con otros. Mi padre era el más sereno de todos, probablemente el único que entendía la estrategia en cada jugada. Por algo es quien empezó la saga siendo el primer olímpico de la familia, en Múnich 72. Nunca se lo he preguntado, pero seguro que en su interior el miedo a la derrota en la final era más fuerte que cuatro años antes, porque estaba vez no iba a poder estar al lado de su hermano pequeño y su sobrino mayor como en Barcelona 92.

No recuerdo los resultados de los cuartos, sí que empezamos sufriendo lo indescriptible. También que a medida que pasaban los minutos empezamos a sonreír. Sí tengo grabado a fuego el gol de espaldas de mi tío, ese que dedicó a su hijo con la cara de felicidad de quien sabe que acaba de ganar una medalla de oro olímpica. Fue el último del partido. Fue el que hizo que mi hermana saliera de donde fuera que estuviese para aparecer corriendo y llorando poco antes del pitido final. Victoria.

Mi tío decidió quedarse la pelota, y sin él pretenderlo nos ayudó a localizarlo en todo momento, solo teníamos que buscar un punto amarillo en la pantalla mientras la selección se abrazaba, besaba y saltaba para celebrar el triunfo. A mi primo nos costó un poco más encontrarle hasta que no subió ese escalón que lo llevó, por fin, a lo más alto del podio.

Al día siguiente nos sentamos de nuevo ante la tele a la hora del informativo, esta vez para ver el resumen del partido, su eufórica llegada a la villa olímpica, sus entrevistas, su fiesta de celebración. Escuchábamos a los medios de comunicación alabar el esfuerzo y la lucha de un equipo que, además, caía de lo más simpático. Como si eso yo no lo supiera. Ese verano de 1996 la televisión nos permitió vivir en directo uno de los momentos más importantes para mi familia. Eso sí, su llegada al aeropuerto con el oro al cuello no nos la tuvo que contar.

Periodistas de EL PAÍS recuerdan en esta serie cómo han vivido su relación con el verano y la televisión.

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Sobre la firma

Elisabet Sans
Responsable del suplemento El Viajero, ha desarrollado la mayor parte de su carrera en EL PAÍS. Antes trabajó en secciones como El País Semanal, el suplemento Revista Sábado y en Gente y Estilo. Es licenciada en Periodismo por la Universidad Ramón Llull de Barcelona y máster de Periodismo EL PAÍS.

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