Annette Messager: “Hacer muestras de mujeres es meterlas en un nuevo gueto”
La artista francesa protagoniza una muestra en el IVAM centrada en los últimos 20 años de su trayectoria
Annette Messager (Berck, Francia, 1943) cuenta con cuatro espacios de trabajo, uno para cada una de sus actividades. El primero está dedicado al dibujo. El segundo, más pequeño, a la costura. El tercero, dotado de un ordenador, sirve para la concepción de sus proyectos. Pero el más grande es el cuarto, un almacén pegado a su casa donde acumula sus esculturas e instalaciones. En función del rincón observado, parece un parque de atracciones abandonado, un cementerio de peluches gigantes o un laboratorio donde las obras se hacen y se deshacen. Entre ellas se encuentran las piezas que la artista francesa reunirá en el IVAM a partir del 5 de julio, que resume sus últimos 20 años de trayectoria, tomando el relevo a la retrospectiva que el Reina Sofía le dedicó en 1999 en el palacio de Velázquez. Llevaba un título especialmente adecuado para englobar una obra de aspecto liviano y trasfondo funesto: La procesión va por dentro.
La exposición coincide con la concesión del Premio Julio González a Messager, que se convierte así en la primera mujer de una lista de galardonados donde ya figuraban Georg Baselitz, Frank Stella, Anish Kapoor o Christian Boltanski, con quien la artista reside, desde los años setenta, en el suburbio parisiense de Malakoff, lugar de pasado comunista y presente multicultural. La morada que comparte con Boltanski se encuentra en un antiguo recinto industrial formado por distintos pabellones de cristal reconvertidos en espacios híbridos, entre la vivienda y el atelier, propios de una generación que creyó que el arte y la vida eran sinónimos. Sus vecinos se llaman Sophie Calle o Antoni Taulé. Junto a la entrada, un cartel anuncia una cena de esta peculiar comunidad. Alguien anuncia que llevará taboulé. Otro, una botella de vino. Y el tercero, un clafoutis de cerezas. Si no es la utopía cumplida del 68, se le parece bastante.
En la puerta de uno de sus estudios cuelga un cartel de aquella revuelta, de la que Messager se dice un poco harta en este año de aniversario. “Estuve en las barricadas, fue divertido. Pero no se ha dicho lo suficiente que estuvo liderada por una panda de machistas. Cuando me presenté voluntaria en la Escuela de Bellas Artes para confeccionar los carteles, me echaron. Los pósteres los hacían los hombres. Las mujeres se limitaban a colgarlos por las calles”, recuerda. Messager era entonces “una chica muy tímida”, pero ya tenía las ideas claras. Nunca siguió las modas ni se ciñó a una única disciplina. “Me decían que no tendría éxito, porque hacía cosas demasiado distintas entre sí. Me aconsejaban que me fijara más en Warhol”. Pero nunca le interesaron sus serigrafías pop, que siempre sospechó que encerraban más celebración que crítica respecto a un materialismo que ella desdeñaba. “Admiro a los artistas que son capaces de hacer lo mismo cada día de sus vidas, pero yo no soy de esos. Me apetecía hacer un bordado y luego un dibujo, una escultura y después un papel pintado, una obra con tejido y la siguiente con alambre. Como artista y como persona, creo mucho en las identidades múltiples”, señala.
Messager prefirió fijarse en Joseph Beuys o Bruce Nauman, a quien considera “el mayor artista del siglo XX junto a Picasso”. Compartió con ellos un gusto por lo indefinible. Y un anhelo por usar todo lo que tuviera a su alcance. Sus primeras obras trataban de la condición de las mujeres a partir de elementos del entorno doméstico, espacio de reclusión que Messager transformó en escenario de liberación. “Cuando empecé tenía pocos recursos, pero sentía que en mi casa contaba con todo lo necesario para ser artista: papel, tela y una cámara fotográfica”, rememora. No tardaría en sumarles cuerdas, guantes, bolsas de plástico, cojines y almohadones, animales disecados convertidos en tótems y fotos que retrataban el cuerpo femenino a partir de pequeños fragmentos, gesto iconoclasta respecto a la representación canónica.
Por los motivos mencionados, le colgaron la etiqueta de artista feminista. “Odio que me digan eso. En realidad, evito participar en muestras para mujeres artistas, porque es como si nos metieran en un nuevo gueto”, denuncia Messager. “La solución no pasa por hacer muestras sobre mujeres, negros o judíos. El arte tienen que constituirlo los buenos artistas, de todos los países y de todos los géneros, en una conversación lo más abierta posible”. Como otras mujeres de su generación, es más partidaria de una autorregulación sin cuotas, aunque admite las disfunciones de este modelo. Y a diferencia de algunas de ellas, no apoyó el manifiesto por “la libertad de importunar” impulsado por la crítica de arte Catherine Millet con un centenar de mujeres de la cultura francesa. “Me pidió que lo firmara, pero no quise. Estaba de acuerdo con ciertas cosas, pero le pedí que quitara varios puntos y no aceptó. Me pareció un manifiesto de mujeres de cierta edad y estatus social. A la cajera del supermercado de la esquina, esa libertad de importunar no podría importarle menos…”.
La reflexión de Messager sobre el estado del mundo está teñida de causticidad. Pese a odiar el psicoanálisis, como tantos creadores temerosos de agotar la misteriosa fuente de la que surge su arte, sospecha que tiene algo que ver con su infancia. “Crecí en una ciudad del norte francés destruida durante la guerra. Era un lugar pegado al mar, al que los enfermos acudían a sanarse. Entre otros, mi propio padre, que se curó allí y ya nunca quiso irse. Me acostumbré a vivir entre ellos. Cuando visité París por primera vez, me pregunté dónde estaban los enfermos”, relata. Ese padre de salud delicada, arquitecto y pintor en sus ratos libres, la llevó a ver el Palacio de Bellas Artes de Lille, donde colgaba el díptico formado por Las jóvenes, o la carta, y Las viejas, o el tiempo, de Goya. Las lozanas protagonistas del primero se convierten en cadáveres ambulantes en el segundo. “Me pareció un cuadro apabullante, maravillosamente grotesco”, dice. Y de Goya heredaría la ironía trágica. “A uno no le queda más remedio que ser irónico. Si no, es imposible sobrevivir a la tristeza que nos rodea”. En el camino de salida, una de las obras de su nueva serie Sleeping Deep Red, lista para partir a Valencia, ilustra sus palabras. De un saco de dormir acolchado —y plegado en forma de orquídea o de cavidad vaginal, según el cristal con que se mire— surgen manos negras y desesperadas, que remiten a la siniestra actualidad del continente. Y a la vez arrancan una incongruente sonrisa. Ese es el misterio que encierra su obra. Y definirlo con palabras, como admite la interesada, sería “cosa de necios”.
‘Annette Messager. Púdico-Público’. IVAM. Valencia. Del 5 de julio al 4 de noviembre.
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