Sodomizar la escritura
La literatura es extrema solo cuando se ha asumido que el espanto y el instinto, la violencia y el mal habitan en el lenguaje
En un poema de Monte de goce (1991), Enrique Verástegui aborda el deseo en la palabra a través de lo que él llama la sodomización de la escritura. Una escritura “oficializada”, dice, solo puede dar como resultado una literatura reprimida y “frustrada en su condición orgástica”. Sodomizar la escritura sería, por lo tanto, el único camino hacia la palabra deseante: la única forma de acceder a la verdad que reside en la experiencia de lo intenso en el lenguaje.
No es Verástegui el primer escritor en vincular el impulso poético-escritural con lo erótico —Bataille ya lo hizo en varios de sus textos—, pero sí uno de los pocos que lo hermana con lo pornográfico: para él, sodomizar la escritura implica un compromiso con el placer y con el tabú, con lo abyecto y con lo obsceno. “Fuera de lo sagrado, lo abyecto se escribe”, dice Julia Kristeva en Poderes de la perversión (1988), pero no es eso lo que propone la sodomía de la escritura, sino la profanación; y para profanar hay que entrar con violencia en lo sagrado. Profanar, por lo tanto, implica una ética literaria: la de estar dispuesto a ensuciarse.
“La transgresión nace de lo sagrado. Y lo sagrado tiene su origen en el instinto”, escribe Angélica Liddell en Trilogía del infinito (2016) porque su escritura se nutre de lo prohibido y de la destrucción. “Toda civilización, en tanto en cuanto resistente frente a la barbarie, asentada en el racionalismo, necesita un canto que nos devuelva la intimidad con el instinto, con lo incomprensible, con los nervios, que nos devuelva el espanto de la existencia pura, y la revelación mediante el espanto, y el amor por el espanto”.
Dejar que la escritura sea instinto y conservar su fondo indomesticado es lo que, tanto para Verástegui como para Liddell, es acercarse a poesía. Esta forma de escribir pide manchar de cuerpo a las ideas, volverlas materia y hacer de las sensaciones y las emociones una forma de pensar —María Negroni ha dicho acertadamente que “las grandes ideas son las emociones del pensamiento”—. La literatura que estremece es la que entiende el carácter telúrico de la palabra: aquella que en la escritura produce y revela experiencia. Porque sí, escribir es construir una experiencia. Pero lo que quieren escritores como Verástegui o Liddell es hacer de ella un acto extremo. ¿Y qué es una literatura extrema sino la que trabaja con el instinto indomesticado de la palabra? Las poéticas que bucean en lo pornográfico —la barbarie del deseo— y no en lo erótico —la civilización del deseo— pertenecen a ese tipo de arte: no le hacen el amor a la escritura, sino que la sodomizan, es decir, desacralizan la palabra y la profanan para extraer de ella sentidos verdaderos.
La literatura que estremece es la que entiende el carácter telúrico de la palabra
“A veces artista y criminal coinciden en una misma persona. Es la única forma de resolver el dilema entre el arte y la acción, el dilema entre la pluma y la espada, el dilema entre la poesía y la vida, la verdadera vida. Cuando artista y asesino se funden, entonces se alcanza la cima”, escribe Liddell. Lo mismo concluye Raúl Zurita en una entrevista: “Quien no es capaz de matar a un hombre no es un poeta”. Por eso la escritura extrema es siempre liminal: una en la que el escritor está a punto de hacer algo terrible como desocultar un horror privado o atávico o hundir las manos en el centro de un tabú. No sólo la poesía es capaz de alcanzar esta liminalidad, sino también la narrativa. Pienso en novelas como Las tribulaciones del estudiante Törless (1906) de Robert Musil, o Lolita (1955) de Vladimir Nabokov, o 2666 (2004) de Roberto Bolaño, o Desgracia (1999) de Coetzee, o Meridiano de sangre (1985) de Cormac McCarthy, o El corazón de las tinieblas (1899) de Joseph Conrad, o Moby Dick (1851) de Herman Melville, o cualquiera del Marqués de Sade o en los cuentos de Osvaldo Lamborghini; pero también en La mujer desnuda (1966) de Armonía Somers, o en Matate, amor (2012), La débil mental (2014) y Precoz (2015) de Ariana Harwicz, o en Temporada de huracanes (2017) de Fernanda Melchor, o en Chicos que vuelven (2010) de Mariana Enríquez, o en Distancia de rescate (2014) de Samantha Schweblin o en Yoro (2015) de Marina Perezagua.
Sodomizar la escritura significa transgredir dentro de la palabra a la palabra, no como un mero acto de rebelión, sino como un estudio de las zonas más opacas de lo humano. Zurita lo explica de forma precisa en Saber morir (2014): “La escritura es como las cenizas que quedan de un cuerpo quemado. Para escribir es preciso quemarse entero, consumirse hasta que no quede una brizna de músculos ni de huesos ni de carne”.
Para que esta transgresión ocurra —la del escritor siendo un criminal en su literatura, es decir, un sujeto que profana, que lleva al límite el discurso y el pensamiento de ciertos temas y camina, incluso, contra sí mismo— la palabra no puede ser un mero instrumento, sino un fin. La literatura es extrema solo cuando desde el principio del proceso creativo se ha asumido que el espanto y el instinto, la violencia y el mal, el deseo bárbaro y desnudo habitan en el lenguaje; que no basta con contar, sino que se necesita respirar, intuir y expandir lo que hay por debajo de lo que se cuenta: un impulso pantanoso que nos enfrenta con ese asesino del que hablaban Liddell y Zurita y que hace de la escritura un ejercicio peligroso.
Pero sin ese peligro no hay orgasmo.
Mónica Ojeda (Guayaquil, Ecuador, 1988) es autora de la novela Mandíbula (Candaya).
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