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SILLÓN DE OREJAS
Columna
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Dentro y fuera del edén

El cartel pretendidamente “feminista” que Paula Bonet ha creado para la Feria del Libro de Madrid me resulta confuso, oscuro y disuasorio

Manuel Rodríguez Rivero
Cartel de la Feria del Libro de Madrid 2018, creado por Paula Bonet.
Cartel de la Feria del Libro de Madrid 2018, creado por Paula Bonet.

1. Feria

Vuelve la Feria del Libro de Madrid. Con polémica, claro, un elemento tan consustancial al evento como la lluvia, el calor, las kilométricas colas ante los youtubers, o las dedicatorias con mano zurda y gafas negras de Marías. Continúa al frente Manuel Gil, a quien cuadran perfectamente aquellos versos de la fábula L’horoscope, de La Fontaine, que con tanto acierto tradujo (1787) don Bernardo María de Calzada: “Encuéntrase el destino muchas veces / cuando huir se pretende del destino”. Y es que algunos todavía recordamos los encendidos dardos que —casi ayer— Gil disparaba, desde su blog Antinomias, contra casi todo lo que se movía en el sistema del libro, incluyendo una encendida defensa del precio libre que ponía los pelos como alcayatas a los profesionales de la librería. Por lo demás, Gil, elegido gracias a la —digámoslo así— recomendación de ese conspicuo (y eterno) influencer en los destinos de la feria que es Fernando Valverde, no lo hizo mal —noblesse oblige— en la pasada edición; cierto es que le favoreció el hecho de que, tras cinco años para no recordar, empezase a soplar el viento de popa. En todo caso, y desde aquí, le deseo suerte en la LXXVII edición del evento. En cuanto a la polémica, este año se centra en el asunto de la expulsión del paraíso feriante del segundo colectivo de editores: si antes les tocó a los llamados “autoeditores”, este año el arcángel de la espada flamígera ha dejado fuera del jardín sagrado a los que publican facsímiles, ha limitado el espacio de las casetas de los editores “normales” y, encima, les ha subido el precio de alquiler. No se extrañen, entonces, de que entre los editores haya quien se pregunte quiénes serán los próximos desterrados. Más cosas: Gil y la comisión organizadora ya puntualizaron el año pasado que el objetivo primordial de la feria es el negocio. Pero hacer caja no tiene que ser incompatible con un programa imaginativo de actividades culturales de calidad dentro y fuera de la feria, algo que está muy lejos de ser realidad. En cuanto al cartel: el confuso, oscuro y disuasorio reclamo pretendidamente “feminista” que Paula Bonet ha diseñado hace bueno al gato de Ena Cardenal en la edición pasada. Ya era hora de que los organizadores (¿para cuándo una directora?; ¿es que no hay candidatas en un colectivo que cuenta con excelentes libreras?) contraten a ilustradoras (¡solo tres en la historia de la feria!), pero convendría un poco de rigor a la hora de aprobar el trabajo, sobre todo si lo que se desea es convocar a la gente a un evento “marcadamente comercial”. El cartel, que pretende dar visibilidad a las mujeres escritoras (en él se “recuerda” a su manera, entre otras, a Tsvetáieva, Chimamanda Ngozi, Luna Miguel o Anne Sexton), me resulta, además, profundamente elitista, y precisaría un pequeño libro de instrucciones para que la inmensa mayoría comprendiera el “mensaje”. A mí me da hasta un poco de miedo.

2. Historias

Y ya que estamos de lleno en la feria, permítanme un recordatorio y un par de primerísimas recomendaciones para abrir boca. El recordatorio es el del bicentenario de Emily Brontë, de la que Alba acaba de reeditar su única novela, Cumbres borrascosas (1847), en la estupenda traducción de Carmen Martín Gaite. La novela, a la vez un hito universal de la narrativa romántica y una obra maestra del gótico tardío, es de esos clásicos que nunca acaban de dar todo lo que contienen. La historia de Heathcliff, los Earnshaw y los Linton en los ventosos páramos norteños admite a cada lectura nuevas interpretaciones, desde la estrictamente feminista (Brontë se habría apropiado de lo gótico para representar las ansiedades de la mujer ante el frustrante y amenazante espacio doméstico) a la lacaniana (la relación de identificación de Heathcliff y Catherine remite al “estadio del espejo”). En cuanto a las recomendaciones, ahí van dos. Las 10 intensas, imaginativas y breves Fábulas irónicas, de Juan Eduardo Zúñiga (Nórdica; ilustraciones de Fernando Vicente), compuestas a partir de homenajes a los cuentos tradicionales (de Las mil y una noches, por ejemplo), y en cuyos finales, a veces abiertos, se hermanan la memoria y el olvido, acreditan una vez más la creatividad y el gusto de contar de un narrador absolutamente imprescindible que pronto cumplirá 100 gloriosos años. El ojo del cielo (Anagrama) me parece la mejor novela de Manuel Gutiérrez Aragón, un cineasta y narrador en cuya obra (como en la de Cukor) la mujer ocupa un lugar central. En esta ocasión, el “ojo del cielo” —en realidad la esfera de un radar militar, que tiene parecida función metafórica a las gafas del anuncio en El gran Gatsby— contempla las vidas de una madre abandonada y sus tres hijas, que, junto con el novio de una de ellas, se erigen en narradoras de una historia coral en la que se percibe constantemente la sombra inasible del padre ausente. En esta novela breve (en tiempos de Conrad y James sería considerada una nouvelle), confinada vagamente en un ámbito familiar y semirrural próximo a los valles del Pas, y en el que “todavía no pasaba nada y ya estaba pasando algo”, Gutiérrez Aragón cede el foco a narradores que, desde un peculiar realismo a menudo relativizado por un halo mágico teñido de humor, nos cuentan cómo viven su cotidianidad (problemas de dinero, despertar de la sexualidad, rivalidades y celos) sus diferentes protagonistas. Como Faulkner (leyendo El ojo del cielo me ha venido a la memoria más de una vez Mientras agonizo), MGA ha encontrado en su “pequeño sello de correos de su suelo natal” el escenario ideal para contar una historia que lo trasciende.

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