El pensador que no duerme
La gran contribución de Noam Chomsky a la ciencia y la cultura contemporáneas es el estudio del lenguaje como ventana hacia la mente y no solo como instrumento para comunicarse
Animado por Juan Uriagereka, vi a Noam Chomsky por primera vez en octubre de 2005, en su despacho del MIT, el mismo que utilizaba hasta hace pocos meses. Nervioso, vi entrar a un tipo en vaqueros, zapatillas y el pelo sin arreglar. Recuerdo que, mientras discutíamos ideas de mi tesis (que no le convencían y siguen sin convencerle), sacó un bocadillo y me preguntó si gustaba y si me importaba que comiese. Más tarde, su secretaria me explicó que intentaba organizarle reuniones cortas, porque él no pararía ni para estirar las piernas. Me pareció un personaje tan excepcional como sencillo, y estamos hablando de un hombre que va a cumplir 90 años y que responde cientos de correos a diario.
La principal contribución de Chomsky a la lingüística se fundamenta en la idea de que el lenguaje es una facultad biológica del cerebro humano, el único “programado” para procesos computacionales lingüísticos. Chomsky nos invita a considerar, por tanto, que, además de sus dimensiones artística, social y regulativa, el lenguaje es un objeto cognitivo-biológico que puede estudiarse científicamente: hay en ello una “ventana hacia la mente” y no solo un “instrumento para comunicarse”.
Explicar las implicaciones de este enfoque es complicado. Chomsky lo intenta recientemente en¿Por qué solo nosotros? (Kairós, 2016) y¿Qué clase de criaturas somos? (Ariel, 2017). En charlas divulgativas, cuenta que la investigación lingüística cuando él era joven resultaba aburrida. Investigar consistía en seleccionar unos datos y aplicar un análisis de manera mecánica, como quien aplica un protocolo. Los estudiantes pensaban que no había preguntas que hacer, cosas que descubrir. Todo ello recuerda mucho la forma en que John Keating, en El club de los poetas muertos, nos dice que no debe analizarse la poesía (cuando pide a sus alumnos que arranquen la primera página de un manual de literatura, esa que mide los poemas en sistemas de coordenadas).
En su obra, Chomsky anima a sorprenderse con (y hacerse preguntas sobre) lo más simple y obvio de la realidad, ya que es entonces cuando empieza la ciencia. En el estudio del lenguaje, no obstante, rara vez sucede eso. He dado clase a alumnos en los primeros años de universidad durante mucho tiempo y su respuesta ante este planteamiento ha ido desde la perplejidad hasta la indignación. Hay muchos hechos “simples y obvios” en el lenguaje, a los que no damos importancia. Un ejemplo trivial: en español, el sujeto concuerda con el verbo en número y persona. No es normal preguntar por qué. Al fin y al cabo, ¿para qué querríamos saberlo? ¿Qué tiene de interesante? Simplemente sucede. Ciertamente: sucede. Como sucede que caen las manzanas de los árboles (y Newton decidió sorprenderse al verlo). En el colegio nos limitábamos a memorizar esas observaciones y a aplicarlas usando el tipo de análisis mecánico que critica Chomsky. Sin embargo, esa concordancia no se da en chino y en vasco afecta también a los objetos: luego algo hay que pasa aquí pero no allá, y deberíamos explicarlo.
La filosofía chomskyana parte del hecho de que sabemos más de lo que nos enseñan. Hay un componente innato en el ser humano que no se potencia lo suficiente
El interés por la lingüística de algunos de mis colegas proviene de su afinidad con las ideas políticas de Chomsky. ¿Cuál es la conexión entre ambas? La filosofía chomskyana parte del hecho de que sabemos más de lo que nos enseñan. Hay un componente innato en el ser humano que no se potencia lo suficiente. Eso se ve claramente en el lenguaje, pero puede extrapolarse a la ética y la estética. Así pues, si se considera que hace falta desarrollar las capacidades de todo el mundo, se está cerca de un modelo anarquista, en el sentido de contrario a un modelo creado por una élite, y en contra de las limitaciones impuestas por el tal modelo. No sé si Chomsky estaría del todo de acuerdo con esta formulación, pero creo que sí.
He tenido el privilegio de trabajar con él puntualmente, pero me resulta difícil explicar mi experiencia. Lo dejo para Howard Lasnik: “Recuerdo perfectamente llegar a las nueve de la mañana a su casa el primer día después del final del semestre. Chomsky me llevó a su estudio y CADA palmo del suelo estaba cubierto: con libros, revistas y periódicos de todo el mundo. Los libros y revistas eran de lingüística, filosofía, psicología, historia, política y muchos otros temas. Él los había leído, o estaba leyéndolos, TODOS. Tuvo que abrir un camino para que pudiera entrar, darme una silla y una mesa para escribir —sí, escribir: aún no había ordenadores—. […] Seguimos reuniéndonos así durante unas dos semanas, excepto cuando tenía que ir a algún sitio a dar una clase (algo que hacía un par de cientos de veces al año). […] Noam me dijo una tarde: ‘Creo que está bastante bien: tenemos un argumento sólido sobre todas estas cuestiones y sabemos cómo queremos expresarlo. ¿Por qué no me dejas todo el material y yo me encargo de redactar un primer borrador?’. Me había dicho eso a las siete de la tarde. A las nueve de la mañana siguiente se plantó en mi casa con un manuscrito de cincuenta páginas”.
Lasnik también comenta —no por escrito— que el segundo día de trabajo decidió llevar bocadillos para ambos, porque el primero no se detuvieron ni para comer. Alguien me contó una vez que preguntaron a Chomsky cómo hacía para trabajar tanto. Que si no dormía. Parece que respondió: “Para nada: yo duermo cuatro horas diarias, como todo el mundo”.
Ángel J. Gallego es lingüista y profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona.
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