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sillón de orejas
Columna
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La noche número 13

En estos día los que formamos parte de la parte privilegiada del mundo recibimos nuestro oro, nuestro incienso y nuestra mirra. Los míos llegan en forma de libro

Manuel Rodríguez Rivero
Autorretrato de Richard Avedon con foto de James Baldwin superpuesta.
Autorretrato de Richard Avedon con foto de James Baldwin superpuesta.

1. Reyes

Para un republicano renuente como yo (basta con echar un vistazo a las líneas maestras de la presidencia del posfascista Trump en su primer año para que la monarquía resulte hasta simpática), el hecho de que las más largas fiestas de Navidad del planeta terminen hoy, con la fiesta de los Reyes nigromantes, no deja de ser pura justicia poética. A lo largo de dos larguísimas semanas —si contamos, como hizo Shakespeare, desde Nochebuena hasta la twelfth night, la noche de Reyes— el mundo, y sus habitantes más pretendidamente racionales, se ponen patas arriba. La Christmas season, convertida globalmente en un prolongado carnaval de consumo masivo interclasista, cambia hábitos, modifica comportamientos, impone liturgias profanas, disipa rencores durante el tiempo de un suspiro, reinventa lenguajes y ocios, perdona lo imperdonable, olvida lo que no debería. Para mucha gente resulta un tiempo tan grato que en muchos lugares —sobre todo en la anglosfera— existen Christmas shops abiertas y frecuentadas durante todo el año por los adictos a la más compartida de las nostalgias: nunca olvidaré la visión casi espectral de una de ellas abierta en Natchez, Misisipi, con su escaparate atestado de santas, bolas de colores y muérdago artificial, un lejano agosto a 40 grados a la sombra, mientras la gente se refrescaba a base de mint juleps. A mí —y a algunos neuróticos tan amargados como yo— la estación navideña me somete a una nekusis tan profunda como la que afecta a los mortales que se zambullen en el mundo de los muertos. En estos días, por lo demás, los que formamos parte de la parte privilegiada del mundo recibimos también nuestro oro, nuestro incienso y nuestra mirra. Como era de prever, los míos llegan en forma de libro: se empeñan en enviármelos incluso como presentes, olvidando algo tan elemental como que al herrero hay que regalarle cucharas de palo (¿jamones?), para variar. Entre los que me han hecho más ilusión figura Nada personal (Taschen), el libro-fetiche en el que el grandísimo fotógrafo Richard Avedon (1923-2004) y su antiguo compañero de clase, el polémico escritor afroamericano James Baldwin (1924-1987), compusieron una imagen poliédrica y contradictoria de la sociedad norteamericana en el momento en que se iniciaba la década de su mayor esplendor. El libro, descatalogado hace años, fue publicado en 1966 —dos años más tarde que en EE UU— por Lumen, en una versión que en el mercado secundario puede encontrarse al precio de 250 euros (la de Taschen, completísima y corregida, cuesta 60). Por cierto que todavía puede verse en los cines I’m Not Your Negro, un estupendo documental de Raoul Peck (con comentarios en inglés a cargo de Samuel L. Jackson) repleto de ruido y furia antirracista y basado en Remember This House, un manuscrito sin terminar que James Baldwin compuso en los setenta.

2. ‘Tolstoievski’

Durante varios días de largas pos-siestas de turrón y cordiales —así los llamaba una tía abuela, que se ponía ciega de anís del Mono— he vuelto a mi primera juventud con la relectura —al principio condescendiente, luego apasionada— de Crimen y castigo, en la traducción que Fernando Otero Macías ha publicado en Alba —where else?—. Ahora me pregunto cómo había podido pasar tantísimos años sin releerlo. Quizás porque, inconscientemente, había sucumbido a la trampa benetiana “¿Tolstói o Dostoievski?” en favor del primero, olvidando que no se puede elegir entre astros muy distintos aunque de pareja intensidad. Si ustedes han cometido el mismo error, repárenlo, por favor, con la (re)lectura de esta obra maestra del XIX. Y pásensela a sus hijos más lectores, con tal de que sean mayores de 13 años y ya sepan lo que vale un peine (literario). Por lo demás, estos días he recibido también el IV volumen (y primero de los dos dedicados a la obra dramática) de las Obras completas de Valle-Inclán en la edición (a cargo de Margarita Santos Zas y su equipo) de la Biblioteca Castro, y que, cuando haya finalizado, constituirá el corpus más fiable (¡y sin notas!) del más grande escritor gallego de los últimos tres siglos. De modo que hay para alegrarse. O, como exclama la “voz de la chimenea”, uno de los personajes de la más disparatada escena de encame de todo el teatro español (Cara de Plata, escena cuarta): “¡Toupourroutóu!”, una interjección digna del mejor Jarry, signifique lo que signifique.

3. De todos

1937 ya es de todos: se han cumplido 80 añitos, que son los que una (abusiva) ley española protege la propiedad intelectual de los fallecidos antes de 1987 (los derechohabientes de quienes lo hicieron después disponen de “solo” los 70 siguientes al deceso de “su” autor para disfrutar de la exclusividad). La extensión y duración legal de los derechos de autor constituye un galimatías jurídico con el que a menudo se empantanan los departamentos de derechos de las editoriales, porque varían según países. En algunos, como EE UU, el poder legislativo, presionado por las multinacionales de contenidos, ha hecho a menudo de su capa un sayo, sacándose de la manga excepciones escandalosas o permitiendo trucos para prolongar los beneficios privados (uno de los casos más flagrantes es el de Mickey Mouse, que tiene 90 años y sigue proporcionando como “marca registrada” torrentes de dólares a sus propietarios, especialmente a través de su rentabilísimo merchandising). En todo caso, y entre nosotros, en 1937 les ha tocado salir del pobladísimo armario del copyright a varios personajes implicados (y algunos, apiolados) en la Guerra Civil. Ya se pueden publicar libremente, por ejemplo, las obras del anarcosindicalista Ángel Pestaña, fallecido (11 de diciembre) por enfermedad; del marxista revolucionario Andreu Nin (¿22 de junio?), torturado y asesinado por los estalinistas; y del muy oportunamente muerto (3 de junio), en accidente aéreo, Emilio Mola Vidal, alias El Director (de la sublevación franquista).

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