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Columna
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La extinción olvidada

Solo hay dos certezas absolutas sobre los campesinos: de su trabajo procedía todo el sustento y siempre sufrieron el despotismo del poder

Antonio Muñoz Molina
Women on the Peat Moor (1883), de Van Gogh.
Women on the Peat Moor (1883), de Van Gogh.van gogh museum

Un buen libro actúa en dos direcciones simultáneas. Abre los ojos a la novedad de lo exterior y remueve en la conciencia y la memoria lo que ya estaba dentro de uno, olvidado o latente. Vidas a la intemperie, de Marc Badal, tiene ese efecto sobre mí. Es un libro riguroso y muy bien documentado que está hecho con una factura liviana, una riqueza de erudición y experiencia que sin embargo no pesa. La buena escritura se distingue porque se alza del suelo con una cierta ingravidez. Como un poema, que siempre parece estar en suspensión encima de la página, sostenido en el aire. Las vidas a la intemperie a las que alude el título de Badal son las de los campesinos, las generaciones innumerables que desde los tiempos del Neolítico fueron modelando el mundo, a fuerza de trabajo, tal como existe a nuestro alrededor, y a continuación desaparecieron, tan radicalmente como esas civilizaciones perdidas de las que quedan solo ruinas ciclópeas, tan inexplicables en su simbolismo como en la hazaña de su construcción. La diferencia es que la desaparición del mundo de los campesinos no sucedió hace milenios: en España fue casi ayer mismo, hace apenas dos generaciones, tan poco tiempo que hay todavía personas que pueden dar testimonio de esa civilización abolida. Parecía haber durado desde siempre y estar destinada a prolongarse idéntica en el porvenir, y desapareció de la noche a la mañana, o casi, en el tránsito de unos pocos años.

El libro de Marc Badal ha tenido tanto efecto sobre mí porque yo soy una de esas personas que recuerdan. Me he acordado de la dureza de los trabajos del campo, pero sobre todo de algo que es más difícil de preservar, y hasta de explicar, lo peculiar de la mentalidad campesina, que yo observaba en las personas más próximas a mí. Cuando yo era niño me daba cuenta de la diferencia radical que existía entre nuestras vidas y las de la gente que no dependía para su subsistencia del trabajo en el campo: tenían otro color de cara, manos más blancas y menos poderosas, vivían en barrios alejados del nuestro, en casas muy distintas, que a mí me producían admiración y más desconcierto que envidia cuando las visitaba. Eran casas en las que no había cuadras para los animales, ni graneros, ni jaulas de madera y alambre para los conejos. A veces ni siquiera eran casas, sino pisos en edificios modernos. Yo estaba convencido de que vivir en un piso era un signo de riqueza.

Vidas a la intemperie, de Marc Badal, está hecho con una factura liviana, una riqueza de erudición y experiencia que  no pesa

Vivían de otro modo, pero también las mentalidades de los adultos con los que yo me encontraba, los maestros en la escuela, los profesores en el instituto, los padres de mis compañeros que no eran del campo, no se parecían en nada a las de las personas de mi familia y a las que encontraba trabajando en la huerta de mi padre o en las cuadrillas de aceituneros. Los campesinos miraban y hablaban de otra manera, y habitaban una geografía exclusivamente suya. La forma del mundo se correspondía con la del territorio en el que vivían su vida y en el que trabajaban. Fronteras invisibles para cualquiera que no fuera ellos delimitaban lugares con rasgos específicos, más propicios para el cultivo de unas especies que el de otras, designados con nombres de una meticulosa geografía oral que no estaba escrita en ningún mapa. La vida campesina es más fácil de falsificar porque en ella no hay o no había casi nada que pudiera someterse a una generalización. Un campesino conoce su territorio, pero se pierde fácilmente unos kilómetros más allá. Los nombres que da a las cosas son muy precisos pero varían en la comarca o en la provincia contigua. Marc Badal despliega conocimientos muy extensos de la historia de los movimientos campesinos y de los dogmas ideológicos, favorables u hostiles, que se les han aplicado a lo largo de los siglos. Pero leyéndolo se le nota mucho que también ha escuchado y se ha fijado mucho, ha interrogado a supervivientes, y les ha prestado una atención respetuosa, sin idealizarlos ni caricaturizarlos, que es lo que han hecho a lo largo de los siglos la mayor parte de los estudiosos y los teóricos, los que querían ver en el campesino al Buen Salvaje del paraíso primitivo y los que se burlaban de su tosquedad o veían en él un símbolo del mundo arcaico y retrógrado que debía ser abolido cuanto antes por la modernidad. Solo hay dos certezas absolutas sobre los campesinos, y las dos son indelebles: de su trabajo procedía prácticamente todo el sustento y toda la riqueza; siempre ocuparon la escala más baja en el orden social y sufrieron el despotismo de los poderosos.

Una tarde, hace años, en Úbeda, estaba asomado al mirador de la muralla, que da a las laderas fértiles de las huertas, ahora casi todas perdidas, y más allá al oleaje monótono de los olivares. A mi lado había unos turistas haciendo fotos, admirando la vista del valle del Guadalquivir. Entonces pensé que ellos, aunque miraban lo mismo, no veían lo mismo que yo. Ellos veían un paisaje, hecho de valores estéticos. Yo veía, en ese campo y en esos caminos que fueron los de mi vida hasta los 18 años, las marcas poderosas del trabajo humano. La estética del paisaje eliminaba el tiempo y la presencia humana: a los ojos de los turistas aquellas laderas y aquel valle poseían una belleza intemporal, impersonal. Yo veía el proceso histórico tan cercano que había dado forma a aquella vista: cercas y tejados de chalets en lo que habían sido huertas; espesores de maleza cubriendo antiguos canteros de cultivos; y los olivares invadiéndolo todo, eliminando la diversidad y el contraste del cereal, la viña, el barbecho, los cañaverales y arroyos que antes marcaban algunas lindes, el trazado de los bancales y de las acequias.

En la mirada del campesino no existía el paisaje. Lo he recordado leyendo, con emoción gradual, este libro que me ha tomado por sorpresa, en el que me he sumergido tan favorablemente en el silencio del primer día del año. Marc Badal ha escrito la crónica de una extinción, y en ella hay una velada declaración de amor, y también un manifiesto político, un gesto de disidencia frente a la abrumadora coacción de que este mundo, tal como existe ahora, es el mejor y también el único posible. Yo he visto contada en él una parte de mi vida. Leo y voy recobrando voces, miradas, palabras, actitudes: aquel escepticismo inmune a cualquier entusiasmo, aquella incredulidad en el fondo sarcástica hacia la impostura y la palabrería. Me crie entre algunos de los últimos supervivientes del universo campesino. Soy uno de ellos.

‘Vidas a la intemperie’. Marc Badal. Pepitas de Calabaza y Cambalache, 2017. 224 páginas. 17 euros.

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