Todas las comas están en su sitio
Juan Villoro reúne ensayos y conferencias en un libro sagaz y penetrante que demuestra que es uno de los autores que mejor piensan la literatura hoy
A las afirmaciones (tan habituales) de que se escribiría para explicar, contar o intervenir en “la realidad”, John Barth opuso el argumento de que esta no existe (agregando que el objetivo de la literatura es demostrarlo), y ciertos filósofos del lenguaje, que no hay nada fuera de él. Quizás para el extraordinario escritor, y soberbio estilista, austriaco Karl Kraus “la realidad” fuera sólo una errata: lamentando la batalla de Shanghái de 1932, declaró que “si las comas hubieran estado en su sitio, nunca se habría llegado a esa destrucción”.
Esto último lo recuerda Juan Villoro en un libro en el que (como es frecuente en los suyos) todas lo están. La utilidad del deseo reúne ensayos y conferencias escritos entre 2010 y 2016 y, en ese sentido, constituye una continuación de una trayectoria ensayística que (además de prólogos y artículos dispersos, así como una ingente cantidad de intervenciones públicas y crónicas) está constituida por tres libros: Efectos personales (2001), De eso se trata (2008) y La máquina desnuda (2009). Para el autor, Kraus fue el “excepcional testigo de una sociedad hipócrita, un infierno cubierto de azúcar glas donde las enfermedades morales eran acalladas por los valses de Johann Strauss”, alguien cuyas ideas “tan contundentes como intrépidas (…) no hubieran trascendido de no haber significado una airada renovación del idioma”. Es decir, de la realidad.
Villoro se mira en los espejos (deformantes) de la elegancia epigramática de Karl Kraus
La utilidad del deseo recoge ensayos dedicados a Ramón López Velarde, el “precursor del teatro mexicano moderno” Rodolfo Usigli, Crónica de una muerte anunciada (que Villoro define como el “gran tributo” a Sófocles de Gabriel García Márquez), Jorge Ibargüengoitia (“sus textos periodísticos avanzan como una tertulia donde las revelaciones sobre los ausentes conducen al liberador efecto de la risa”), Carlos Monsiváis (“su copiosa bibliografía es la prédica de un juez irreverente y autocrítico, pero seguro de su autoridad, que condena o absuelve”) y los paralelos entre la correspondencia de Juan Carlos Onetti, Manuel Puig y Julio Cortázar. Los intereses de Villoro se distribuyen entre una “orilla europea” y “la orilla latinoamericana”: a la segunda le corresponden los textos mencionados; a la primera, un largo prólogo a Robinson Crusoe, de Daniel Defoe; unos “apuntes sobre literatura rusa”, ensayos sobre Nikolái Gógol, Fiódor Dostoievski (“haber ‘muerto’ durante unos minutos lo llevó a un pacto peculiar: el sufrimiento como problema, la escritura como solución”), Karl Kraus y Peter Handke.
La doble vertiente geográfica de los ensayos que conforman el libro es afín a la biografía de su autor, que nació en Ciudad de México pero fue escolarizado en alemán, residió durante años en la así llamada República Democrática de Alemania pero ahora reparte su tiempo entre Ciudad de México y Barcelona, y es hijo de un importante filósofo mexicano, Luis Villoro, quien, sin embargo, nació en la Ciudad Condal. Al referirse a “la orilla latinoamericana” y “la orilla europea”, el autor no establece jerarquías entre las dos ni nos dice cuál de ellas es la que le resulta más próxima, y su libro se beneficia de esta indiferencia a los compartimentos estancos; por ejemplo, en el descubrimiento de las inesperadas coincidencias entre López Velarde y James Joyce. Villoro es uno de los escritores latinoamericanos que mejor piensan la literatura en este momento, así como alguien cuyos intereses persisten en el tiempo, permitiendo al lector asistir (de libro en libro) a cambios sutiles pero significativos en su valoración de ciertos autores y obras; nunca vacila, pero tampoco renuncia a extraviarse, convencido de que “es posible viajar entre líneas, hallar valores entendidos, establecer correspondencias, extraviarse voluntariamente en una foresta mental en pos de ideas, imágenes, adjetivos”. Los mejores pasajes del libro (el prólogo a Robinson Crusoe, el perfil de Gógol, la conferencia sobre López Velarde, la recuperación de Ibargüengoitia y la conmovedora evocación de Monsiváis) son producto de una visión predeterminada de la literatura como realidad, pero también de esos extravíos.
Villoro se mira en los espejos (deformantes) de la elegancia epigramática de Karl Kraus, el humorismo extraordinariamente serio de Jorge Ibargüengoitia y el rigor intelectual de Ricardo Piglia, a quien le dedicó dos ensayos de La máquina desnuda. Aunque tiende a los juicios apodícticos (“La literatura no es un lenguaje privado: es la ilusión de un lenguaje privado”, por ejemplo), por lo general es extraordinariamente sagaz, penetrante y muy persuasivo, un autor que concibe la literatura como “la apuesta inconmensurable de que alguien llegue a esta línea”, la última de un texto y la primera del mundo. Villoro narra aquí cómo ciertos autores llegaron a esa línea y a la vez se ocupa de tres actividades que ejerció (la escritura de libros para niños, la traducción, el periodismo), ofreciendo de paso claves para la lectura de su propia obra, en particular de Conferencia sobre la lluvia (2013) y de El testigo, Premio Herralde de Novela de 2004.
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