Gregor Samsa, humano hasta el final
Samsa es un hombre temeroso del jefe. Jamás, ni convertido en bicho, osaría cuestionar su autoridad ni las normas que rigen su vida laboral
En el curso de una conversación, Milan Kundera le preguntó a su interlocutor si había leído a Kafka en alemán. Este respondió que no y Kundera, categórico, le dijo: “Entonces usted no ha leído a Kafka”.
A mí se me figura que, en el caso concreto del escritor aludido, el problema no radica tanto en lo que por fuerza se pierde en una versión traducida como en lo que en ocasiones los traductores añaden por su cuenta. En diversas lenguas europeas, a Gregor Samsa se le ha hecho protagonizar una narración titulada La metamorfosis. Pongo en duda la casualidad. Barrunto un desafuero inicial seguido de una ristra de traductores dados a la imitación.
Juraría que el título apócrifo habría disgustado a Kafka. La razón es que lo obliga a incurrir en un sobrepeso de literatura. Como todas las de su autor, la historia de Gregor Samsa, literalmente La transformación, está limpia de citas, símiles, juegos de palabras, hipérboles, neologismos y cualesquiera ornamentos y tropos encaminados a compensar las presuntas insuficiencias del lenguaje humano o a llevarlo más allá de su último límite comunicativo. Tanto como en Gustave Flaubert hay que buscar en Kafka la palabra justa, la idónea e imprescindible para decir con precisión el mundo.
La lectura del original depara otra sorpresa además de la del título. Ya en la primera frase averiguamos que Samsa no amanece convertido en un insecto como nos habían dicho. El término usado por Kafka es Ungeziefer, por tanto un bicho repulsivo, feo, dañino. Una pulga, una cucaracha o una chinche pertenecerían a esta categoría; pero también, según el diccionario Duden, algunas clases de arácnidos, e incluso ratas y ratones. Lo determinante, en cualquier caso, es que la transformación de Samsa constituye una degradación.
Este hecho condiciona todo el relato, cuya clave se concreta en las dos frases con las que se abre el párrafo segundo. La primera dice: “¿Qué me ha pasado?, pensó”. Ahora ya sabemos que la transformación de Samsa afecta sólo a la envoltura corporal. Por dentro, él sigue siendo un ser humano que posee conciencia, comprende lo que le ha ocurrido, reconoce a sus familiares, reflexiona, recuerda y es capaz de sentir afectos propios de las personas. La segunda frase es asimismo fundamental: “No era un sueño”. Por consiguiente, su vivencia completa desde el momento en que, por razones que ignoramos, se despierta convertido en un bicho monstruoso hasta que muere cubierto de polvo y con una manzana incrustada en el caparazón sucede en su mundo real de todos los días.
En un primer momento, aún no perdida del todo la facultad del habla, al bicho pensante le causa angustia la posibilidad de perder el tren de las siete y llegar tarde a la oficina. Tan fuerte sentido de la responsabilidad tiene que ver con la circunstancia de que su trabajo es la fuente de sustento de sus padres y su hermana; pero también con un rasgo primordial de su carácter: la sumisión. Samsa es un hombre temeroso del jefe. Jamás, ni siquiera convertido en bicho, osaría cuestionar su autoridad ni las normas por las cuales se rige su vida laboral. Y aun se diría que su transformación degradante es una especie de somatización en grado máximo del servilismo del protagonista.
Para los padres y la hermana, el bicho continúa siendo Gregor. Corrobora esta convicción el tamaño del animal. Aunque el texto no lo especifica (salvo, tal vez, en el calificativo de monstruoso), se deduce que dicho tamaño es enorme en comparación con lo que abulta un animal de la misma especie. De otro modo no se entendería que Samsa, luego de su transformación, pudiera alcanzar con la boca el picaporte, asomarse a la ventana o concebir el deseo al parecer factible de besar a su hermana en el cuello.
Justo ella, Grete, encargada de su alimentación, es quien tras largos meses de incomodidades y problemas cifra la desgracia familiar en el error de haber admitido que el bicho era Gregor y había que tratarlo, hasta donde fuera posible y sin contacto físico, como a miembro de la familia. Pero ya basta. Grete le niega ahora la humanidad y el nombre, y sugiere que ha llegado la hora de deshacerse del monstruo repugnante. Si este fuera Gregor, se habría percatado del infortunio que su presencia supone para la familia y se habría marchado de forma voluntaria.
El veredicto de Grete establece un dilema letal. Si el bicho es Gregor, entonces Gregor, culpable de no haberse sacrificado, no merece las atenciones que garantizan su supervivencia; si no lo es, urge su eliminación. Escuchado y entendido el razonamiento de su hermana, el sentenciado se retira a su cuarto. Tiene por el trayecto el mayor rasgo humano desde que le sobreviniese la transformación. El narrador omnisciente nos cuenta que Gregor pensó con emoción y amor en su familia. Es la despedida de los seres queridos que lo observan en silencio. Al día siguiente, la criada encontrará a Samsa muerto. Algún lector tal vez constate entonces que llevaba cincuenta páginas compadeciéndose de un bicho monstruoso o al menos del hombre clarividente y sensible aprisionado dentro del caparazón.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.