_
_
_
_
PENSAMIENTO

André Gorz, un precursor: lo que nos hace falta para ser felices

Una biografía reciente ayuda a conocer mejor al verdadero hombre detrás de las máscaras

André Gorz, con su esposa Dorine en 1999.
André Gorz, con su esposa Dorine en 1999.Daniel Mordzinski

¿Cómo definir un intelectual a partir de su compromiso, de su capacidad de mirar entre los intersticios cosas que nadie más ve y hacerlas comprensibles a la mayoría? Entre esa figura comprometida con la realidad, que la ficción muchas veces niega, se construyen mitos, uno de ellos fue Jean-Paul Sartre, principal pieza de una efervescencia intelectual que no tuvo equivalentes en la sociedad francesa. En ese espacio, aparece André Gorz (Viena 1923-Francia 2009), nacido Gerhart Hirsch, sujeto de varias metamorfosis para huir del estigma judío y hablar en el idioma “de los otros”, el francés, el inglés o el castellano (su periodo en México en los años ochenta fue clave). Una biografía reciente (Una vida, Willy Gianinazzi, La découverte, 2016) ayuda a conocer mejor al verdadero hombre detrás de las máscaras, a manera de un jugador de ajedrez que jugó la partida hasta las últimas consecuencias.

El último libro de Gorz fue su Carta a D (2008), homenaje a la mujer que lo ayudó a salir de la neurosis que lo marcó como un ser extremadamente reservado, frágil en extremo, de facciones agudas y finas, que alguien describirá “de una delicadeza extrema hacia su compañera”, Dorine, inglesa, ella, con la que se suicidaría años más tarde, previa nota puesta a la entrada del domicilio en Borgoña: Favor de no subir. Gorz nadó siempre en aguas del anticapitalismo “alienante y contaminador”, convencido de que hemos entrado en una crisis sin retorno cuya única salida sería el ecosocialismo. A la razón capitalista no lo frenará nadie, salvo el hecho de que la amenaza se extienda a toda la humanidad anunciando su desaparición.

Por eso, sus lecturas y análisis son de completa actualidad. Si bien nunca se vio como un pionero de la ecología, su pensamiento, fragmentado y ecléctico, muchas veces se teje en torno a esta catástrofe ecológica anunciada por la obsesión del rendimiento ilimitado (el PBI), y una ausencia total de respeto de los ciclos termodinámicos del planeta. Es decir, estamos viviendo actualmente con una deuda ecológica que no podremos saldar si no “decrecemos”, neologismo que sirvió a Gorz para imaginar un futuro menos amenazante. Sus críticas se dirigen al capitalismo industrial que produjo una fragmentación del trabajo al especializarlo, hundiendo a los trabajadores en el más completo desarraigo. La clase obrera desaparece cuando es reemplazada por la máquina y abandona los valores de solidaridad e identidad con el trabajo ejecutado, convirtiéndolo en un medio para alcanzar una forma de vida dictada por instancias superiores, es decir, valores únicamente económicos. En un mundo donde todo ha sido programado para producir ganancia, la desculturalización es inmediata, la tradición desaparece sin renovarse dejando una sensación sorda, apagada y sin contenido. Gorz anuncia lo que sería una verdad a gritos: no basta con políticas que garanticen el uso de energías limpias, con cuidar el aire y la tierra o los hábitos de la agricultura, se nos agotó la venta a crédito de los réditos naturales. Se puede entonces inventar una vida más sobria, en el sentido en que lo plantea Pierre Rabhi en algunos de sus libros sobre la sobriedad feliz. No hay retorno a la naturaleza, hace mucho tiempo que el ser humano se ha separado de ella, lo que se plantea es un cambio de modelo de vida, principalmente los paradigmas de felicidad y bienestar en sociedades post-industriales.

Enemigo de la cultura del automóvil y del consumo, Gorz participó junto Herbert Marcuse, Eric Fromm, Ivan Illich, y otros tantos, en construir una crítica argumentada al capitalismo industrial que se consolida con el “fordismo” y da forma al paradigma del american way life, nacimiento de una clase media gracias a la especialización de la industria automóvil que produjo enormes excedentes, el caso Fiat en Italia, tan criticado por Gramsci, y el más reciente “toyotismo” en Asia. Para Gorz no hay enemigo más detestable que el automóvil al romper con el vínculo natural entre las personas, lo que también llamó “la cultura de lo cotidiano”. Dentro de poco estaremos encerrados en nuestros autos sin poder movernos atrapados en una autopista (sic). Si Gorz ve en la especialización del trabajo un comienzo de su desaparición (ya anunciado por otros autores como Viviane Forrester), sabe también que el sector terciario, la deslocalización (para abaratar costos) y la inmaterialidad del propio proceso (que prescinde de una tradición, del saber que poseía el obrero reemplazado por la tecnología), aceleran este proceso. Es un tema que está en al aire y que inspiró la reducción del tiempo de trabajo en Francia y la porpuesta del ingreso mínimo universal. El capitalismo ha aumentado enormemente sus ganancias debido a esta reducción, consecuencia de la especialización, y sin embargo, no ha sabido distribuir esas ganancias que deberían servir para que, la gente que trabaja menos, pueda tener más tiempo de ocio, una vida a ritmo natural, entregada a la observación y la realización de las facultades creativas, relaciones sociales, etc. El trabajo, nos dice Gorz, analizado en su libro más conocido, Metamorfosis del trabajo, no siempre fue un tabú y estaba restringido a los esclavos en la época clásica. El trabajo creativo de la sociedad de Platón, el pensamiento en la Cité, era el único digno.

No es posible seguir culpabilizando a medio planeta por quedarse desocupado, con políticos que siguen prometiendo la “creación de empleo”; la informatización y la robotización de la producción, son la prueba de que el trabajo evoluciona en el sentido que lo anunciaba Gorz. El sujeto tendrá que ser más autónomo, capaz de decidir por sí mismo, salir de la traición de su intuición como especie, ser alguien que se complete a través de la existencia y no adaptarse, por servilismo, a una vida sin psique. No es solo escribir sobre el mundo, un intelectual que intuye, sabiendo que no será a la manera de los grandes sistemas filosóficos, es más bien tratar de descubrirse, de liberarse, de crearse, incluso en medio de una catástrofe anunciada, como escribe Gorz en Fundamentos para una moral.

Libros referenciados:

Willy Gianinazzi, André Gorz, Une vie (ediciones La découverte, Paris 2016).

André Gorz, Metamorfosis del trabajo, Demanda de sentido 1988.

André Gorz, Fondements pour une morale, Galilée, 1977.

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_