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Cambiando sin saber hacia dónde

Joan Subirats

Si alguien de los que aparentan decidir nuestro futuro tiene tiempo y ganas de pensar entre urgencia y urgencia, es probable que le asalte una duda importante. ¿Servirá para algo duradero lo que estamos haciendo o simplemente realizamos las chapuzas necesarias para reflotar el sistema y volverlo a colocar de nuevo en aquella situación en que vuelva a ser posible una nueva y seguramente más dramática crisis? En uno de los últimos textos que publicó André Gorz, muerto hace poco más de un año, defendía la idea de que el capitalismo era ya una especie de zombi, incapaz de resucitar tras haber puesto en total entredicho sus tres valores fundamentales: el trabajo, el valor y el capital. Afirmaba que los capitales acumulados no podían ya revalorizarse ni aumentando la productividad ni extendiendo aún más los mercados. Lo que estamos viviendo tiene límites claros. Las fórmulas hasta ahora utilizadas se basaban en la reducción del número de los trabajadores mejor pagados, grandes procesos de externalización y deslocalización, la precarización de los trabajadores que seguían empleados y la limitación o congelación de los salarios. Esas mismas recetas siguen estando ahora en boca de los que desde el sector de las grandes empresas buscan solución a sus males, como bien está comprobando el presidente Montilla en su esforzado viaje a Japón. La capacidad de mantener altas tasas de beneficio procedentes de la producción parece imposible a la larga, por mucho que se invierta en China, Filipinas o Marruecos. El atajo directo que se encontró en los últimos años para multiplicar beneficios y competitividad fue acudir a los mercados financieros, construyendo un castillo de naipes a partir de valorizar indefinidamente capitales ficticios. Las últimas noticias sobre el modo de operar de la inmobiliaria Martinsa-Fadesa así lo acreditan de manera espectacular, con revalorización de terrenos de hasta el 19.000%. Todos teníamos que endeudarnos para poder mantener la ficción y aumentar el consumo, gastándonos lo que no teníamos, lo que nadie tenía. Se ha caminado constantemente al borde del abismo, lucrándose del riesgo y anticipando ingresos antes de que la ficción estallara. Y ahora, cuando les toca a los Estados recoger los cristales rotos, nos damos cuenta de que nuestro bienestar reposaba en buena parte sobre decorados de gran fragilidad.

Necesitamos otra concepción económica, otro estilo de vida, otra manera de entender las relaciones sociales

Ese gran proceso de transformación ha conducido asimismo a un enorme adelgazamiento de los lazos y vínculos sociales. Prevalece el gran vínculo vendedor-comprador. Hemos ido tendiendo a mercantilizar cualquier relación. Compramos productos, vendemos trabajo, sea cual sea el producto, sea cual sea nuestro trabajo. Los poderes públicos tienen ahora grandes dificultades para salir del agujero subsidiario en el que han caído. Estos días no dejan de moverse de manera agitada tratando de recoser los desgarros demasiado grandes, buscando acuerdos con empresas para que despidan más despacio, tratando de retrasar o moderar los conflictos más graves, mientras aconsejan seguir consumiendo y fingen estar confiados en que todo se va arreglar. Pero si somos conscientes del escenario más global en el que todo ese drama se desenvuelve, todo lo que se emprende o se propone parece excesivamente frágil y superficial. ¿Puede recuperarse el capitalismo de manera que nos devuelva el bienestar perdido en nuestras privilegiadas sociedades? ¿Encontraremos de nuevo el trabajo, el salario y la seguridad perdidas? ¿No es cierto que cada vez se necesitará menos trabajo productivo estable y que, por tanto, habrá menos que distribuir para seguir manteniendo el consumo? Lo que más bien parece que acontecerá es un aumento del trabajo discontinuo, con mayor fragmentación de servicios y con un universo de autónomos muy poco vinculados entre sí. El imaginario salarial y mercantil tradicional, al que seguimos de hecho ligados, nos condena a tratar de recomponer una realidad (aunque algunos quieran hacerlo desde posiciones anticapitalistas) que de hecho ya no es posible recuperar y que, por tanto, se nos escapa cada día que pasa. Y ello nos aleja de la búsqueda de otras alternativas, de salidas de matriz distinta.

Las amenazas medioambientales son cada vez más consistentes y no es posible abordarlas con paños calientes, tratando de mantener los métodos y la lógica económica que nos han acompañado en los últimos 100 años. Según el Consejo del Clima de la ONU, para evitar un calentamiento que supere los dos grados centígrados (que, de superarse, provocaría efectos no controlables), deberíamos reducir las emisiones de CO2 el 85% antes del 2050. Pero para alcanzar ese objetivo no nos valen las fórmulas de siempre con más peso del Estado. Las opciones de "capitalismo de Estado" sirven sólo para mitigar los fallos estructurales que padecemos. Necesitamos otra concepción económica, otro estilo de vida, otra manera de entender las relaciones sociales. Si no lo logramos de manera pactada y progresiva, deberemos asumir una salida más traumática pero en la misma línea. Pero lo que me parece fuera de duda es que el simple deseo de retornar a donde estábamos hace unos meses es ingenuo y patético a la vez. Estamos dejando atrás, sin demasiada conciencia de ello, el sistema capitalista que hemos conocido. Lo que aún no sabemos es hacia dónde vamos ni a qué velocidad.

Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la UAB.

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