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El devenir de Marcel Broodthaers

El escritor se transmutó en artista a los 40 y trabajó con una fecundidad que queda reflejada en el Reina Sofía: en 10 años hizo de todo, desde escultura a pintura, 'collages' o películas

Antonio Muñoz Molina
'Patatas fritas' (1966), obra de Marcel Broodthaers.
'Patatas fritas' (1966), obra de Marcel Broodthaers.Peter Butler

A los 40 años parece que a cualquiera le ha llegado el momento de asentarse en algo en la vida, en un oficio, en un matrimonio, en una afición. A los 40 años, en 1963, en Bruselas, Marcel Broodthaers era un poeta que en lo único en lo que había podido asentarse era en la relativa oscuridad y en la penuria, o bien en la renuncia a su vocación, que en cualquier caso lo único que le había deparado era un cierto número de ejemplares no vendidos de un libro de poemas, que tendrían esa tristeza de lo innecesario repetido, de lo múltiple inútil. Podía haber vendido los libros al peso, o podía haberlos dejado enmohecer en un sótano. Lo que hizo fue reunir unos cuantos ejemplares y pegarlos en un bloque con yeso, al que había adherido pelotas viejas de plástico y diversos residuos. Decía William Carlos Williams que hace falta un giro mínimo para que una cosa se convierta en otra. Juntando verticalmente sus libros de poemas que nadie compraba ni leía e inmovilizándolos sobre una masa de yeso y una balda de madera, Broodthaers transformaba de golpe la literatura en escultura, el fracaso en regocijo, la superficie plana y lisa de la escritura tipográfica en la tercera dimensión definitiva del volumen. En una autobiografía telegráfica, escribió: “Nazco en 1924. Me vuelvo artista en 1963”. “Je deviens artiste”, dice exactamente. Y aquí uno echa una vez más de menos que el verbo “devenir” no sea habitual en español, porque expresa lo que hay de tránsito y deriva en la vida.

Al transmutarse en artista a los 40 años, Broodthaers dejó de escribir versos pero no de dedicarse a la poesía: “Mi objetivo es apartarme de una poesía literaria para dirigirme hacia una poesía del objeto”. De repente lo cerebral y abstracto de urdir secuencias de palabras se le convirtió en la exaltación material de tocar y mezclar cosas, de untarse las manos en yeso y en pegamento, de trabajar de pie y no sentado, con las dos manos y no con una sola, con la mirada y el tacto y el olfato. Descubría en un estado de probable ebriedad espiritual que cualquiera que se fije en las cosas de todos los días y las mire y las toque y las reúna de una cierta manera puede ser un Midas instantáneo que encuentra el oro de la belleza justo en aquello en lo que nadie repara: las montañas de cáscaras de mejillones en los platos de los restaurantes belgas, el brillo negro y las formas minerales de una paletada de carbón, las series en apariencia idénticas pero siempre distintas de cáscaras de huevo, completas o rotas, auténticas o simuladas con moldes de plástico.

Broodthaers: “Mi objetivo es apartarme de una poesía literaria para dirigirme hacia una poesía del objeto”

Había dejado de trabajar con las palabras, pero solo hasta cierto punto. La misma palabra moule se usa en francés para decir mejillón y molde. La palabra puede duplicarse igual que dos conchas de mejillón o dos cáscaras de huevo, pero su forma visual y su sonido idéntico establecen diferencias cargadas de posibilidades. Broodthaers, literato devenido en artista, era amigo de un pintor poeta, René Magritte. Magritte, de una generación anterior, veterano de las primeras vanguardias, vivía intrigado por la relación entre las cosas y las palabras que las nombran, que es más rara cuanto más se da por supuesta, cuando más normal llega a parecer que un cierto sonido, una serie de signos escritos, mantengan algún vínculo necesario con objetos o figuras del mundo real. En la gran exposición que hay ahora en el Pompidou de París se advierte que tan intrigante como pueda resultar la conexión entre una palabra y una cosa lo es la que pueda haber entre una cosa, un objeto o un cuerpo dotado de realidad y volumen, y su representación visual en dos dimensiones. Lo familiar se quiebra en el cortocircuito de lo inesperado: una pipa premiosamente pintada no es una pipa; es una ilusión óptica, una configuración de pigmentos y aceites, de líneas y gradaciones de color que engañan al cerebro con una tridimensionalidad que no existe.

Lo que Magritte hacía sobre la lisura esmerada de un lienzo Broodthaers lo vuelve crudamente material. La sonrisa de Magritte es en su amigo más joven una gran carcajada. A los dos los seducía la cualidad monstruosa de lo solemne y lo macizo en los interiores burgueses del siglo XIX: los salones con muebles enormes y macetones de palmeras, esos espacios que según Walter Benjamin existían tan solo para que en ellos se pudiera cometer un crimen. Broodthaers es, a la manera de Magritte, y a la de Buster Keaton, un impávido humorista. Hacia un lado su sentido del humor es un ingrediente de la poesía; hacia el otro, desemboca en la sátira política. Poesía y burla se alían instantáneamente en una sola metáfora visual: bajo una vitrina, un fémur al lado de otro, como restos humanos en un museo arqueológico. Los dos son prácticamente iguales, como todos los fémures, pero uno está pintado con los colores de la bandera belga y el otro con los de la francesa. La broma se tuerce; la risa es una risa, literalmente, en los huesos: todo el subsuelo de Europa está lleno de huesos humanos igualados en la anatomía de la muerte y sembrados en las sucesivas oleadas de exterminio de los agitadores de banderas. Y la posibilidad del crimen que percibe Benjamin en esos interiores burgueses también Broodthaers se encarga de esclarecerla y ampliarla hasta sus verdaderas dimensiones políticas. Las maderas nobles proceden de árboles talados en África por esclavos, como tantas riquezas expoliadas por los administradores coloniales. La era de la construcción de los grandes museos es la de la sanguinaria expansión imperialista de las potencias europeas. Los anchos mapamundis a todo color que fascinarían a Broodthaers en la infancia, con esa poesía cartográfica a la que son más sensibles los niños imaginativos que no viajan, eran herramientas para el robo y la agresión militar.

Broodthaers, a diferencia de muchos de sus imitadores o discípulos de ahora, no pierde nunca el sentido de la ironía ni de la sutileza

Pero Broodthaers, a diferencia de muchos de sus imitadores o discípulos de ahora, no pierde nunca el sentido de la ironía ni de la sutileza. La razón del arte no es el adoctrinamiento sino la percepción maravillada de una complejidad que la mirada estética vuelve comprensible al mismo tiempo que muestra y celebra su misterio. La segunda vida de Broodthaers duró poco más de 10 años, pero en ese tiempo trabajó con una fecundidad que asombra más aún cuando la vemos desplegarse en las salas sucesivas del Reina Sofía. En 10 años hizo de todo, escultura, pintura, collages, dibujos, películas, poemas, museos imaginarios, habitaciones decoradas con fusiles automáticos, cañones, sombrillas, muebles veraniegos pintados de blanco. Broodthaers pasó primero de trabajar con palabras a trabajar con objetos, y luego dio el salto ambicioso del objeto al espacio mismo. Contemplar la obra es transitar por ella. La sala no es el contenedor de la obra sino una de sus dimensiones necesarias. Imagino el deleite y el quebradero de cabeza de Manuel Borja-Villel y Christophe Cherix mientras la ideaban. No se puede montar una exposición de Marcel Broodthaers sin que se le contagie a uno su espíritu, sin que el trabajo en sí no participe del mismo impulso de alegría y furia y búsqueda que le dio origen.

Marcel Broodthaers. Una retrospectiva. Museo Reina Sofía. Madrid. Hasta el 9 de enero de 2017.

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