Parsifal y el tiempo
La óperas de Wagner serían largas si no fuera porque el compositor germano sobrepasa en ellas las coordenadas del espacio y del tiempo. Es un misterio cuya verificación exige la audacia de un mediador dichoso en el foso, como está ocurriendo en el Teatro Real gracias a la clarividencia de Semyon Bychkov. Nunca la orquesta se ha escuchado con semejante sensibilidad y opulencia, extremos de un Parsifal concebido desde la intensidad. Y la intensidad no es el volumen -muchas veces, lo contrario- sino una tensión implícita que sugestiona la ceremonia y que convierte el foso en un gran caldero del que emana la música.
Parsifal puede hacerse insoportable si la partitura cae en las manos equivocadas. En las manos adecuadas trasciende la rutina del reloj. Transcurren las horas sin percatarnos de cualquier relación convencional con el tiempo. Por eso no tiene sentido asombrarnos con haber estado cinco horas y media entre los bancos del templo. Menos aún cuando la música de Wagner nos sigue acompañado muchos días después, a medida de un fabuloso sortilegio.
Más que interpretarse, se nos ha aparecido Parsifal en el Real, aunque el acontecimiento wagneriano se explica mejor aún desde la extrapolación dramatúrgica de Claus Guth. Le ha dotado de un movimiento contingente y conceptual, de forma que el escenario gira en sentido contrario a las agujas del reloj desenmascarando el ritmo interior de la obra y proporcionando el mismo desafío al tiempo que se aloja en el misterio de la respiración wagneriana.
Suya, de Guth, es la idea de plantear la ópera en el trauma de entreguerras. Y de colocar el Grial en el altar de frenopático cuyas paredes alojan a soldados trastornados. Queda predispuesto así un motivo extremo a la redención, aunque Guth deriva la dramaturgia no al mesianismo espiritual sino a la aparición providencial de un condotiero. Y a la forja de un salvador, especialmente cuando decae un linaje -el de Titurel-, se descoyunta una época y la desorientación de la sociedad predispone a la proclamación de un hombre-guía.
Ha sido una experiencia memorable. Tanto por la competencia de los cantantes -Anja Kampe y Franz Josef Selig particularmente- como porque se ha producido una extraña coreografía entre el criterio musical de Bychkov y el concepto teatral de Guth. Creo que el tercer acto forma parte de los mayores hitos que recuerdo haber visto y escuchado nunca. Acaso con un reproche. Que no hubiera un cuarto acto. Y que llegara el final de una ópera que nunca había empezado. Wagner no es de este mundo. Y el misterio de su música neutraliza la barrera del espacio. Y del tiempo.
Comentarios
Babelia
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.