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EXTRAVÍOS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Asas

A diferencia de los mil sesudos estudiosos de Proust, Anne Carson nos pone en la dirección de lo palpitante de la inasible existencia

Imagen de Marcel Proust.
Imagen de Marcel Proust.

En el “Apéndice 15 (a) sobre los adjetivos”, incluido en el libro titulado en español Albertine, Rutina de ejercicios (Vaso Roto), su autora, la escritora canadiense Anne Carson (Toronto, 1950), afirma lo siguiente: “Los adjetivos son las asas del Ser”. Este enunciado tan contundente es una de las múltiples digresiones que esta célebre poeta anota en relación con el quinto volumen de la novela En busca del tiempo perdido, el titulado La prisionera, de Marcel Proust (1871-1922), en el que se relata sus enrevesados amoríos con una joven llamada Albertine, a la que recluye en su domicilio como último recurso para poder calmar la ansiedad celosa que le consume, pues tiene fundadas sospechas de que lo engaña con sus amigas lesbianas. Las asas que nos permiten coger una jarra o jarrón indefinidos, aplicadas al Ser, es una bella e insólita metáfora, que traspone una herramienta material al reino de lo metafísico. Etimológicamente, el término castellano “asa” deriva del latino “ansa” y significa un asidero curvilíneo, mediante el cual se nos facilita manejar un recipiente, y, en el caso que nos ocupa, nos permite inopinadamente abarcar de manera material algo inmaterial, recogerlo o acogerlo; vamos: abarcarlo; asir lo inasible.

Precisamente, asir lo inasible es lo que logra Carson en relación con Proust y su extraordinaria novela, que es ella misma una melancólica digresión interminable de cómo capturar la esencia del inapreciado discurrir del tiempo, esa vasija de la memoria que, sin las asas curvas del arte, se nos escurriría entre las manos. Lo hace Carson mediante una serie de aforismos, seguidos de hasta 59 apéndices, que ella califica como “rutina de ejercicios”, con los que literalmente va royendo las capas semánticas que recubren lo patético de nuestro deseo, porque, como escribe Proust, “uno sólo ama aquello que no posee por completo”. El homosexual Marcel Proust se transforma en su relato en un M. heterosexual que, cierto día, paseando por la playa, es sorprendido por una bandada de muchachas en bicicleta que atraviesan el horizonte, recortando su silueta sobre las olas del mar. Todas le parecen en ese momento igualmente hermosas, pero se acaba fijando en una, Albertine, quizás porque porta sobre su linda cabeza una gorrilla, a la cual corteja, y al no poder abarcarla, la recluye en su propio domicilio como, en efecto, su “prisionera”. Por más que trata de educarla a su manera, no logra descifrar su insondable secreto, recubierto de descaradas mentiras. Se malicia M. que es lesbiana, lo que aumenta su frustrada obsesión posesiva. El escritor André Gide comentó agudamente que Albertine no era sino la trasposición de Alfred Agostinelli, un chófer que a Proust le hizo perder la cabeza y que parece como cosido a pespunte sobre el perfil de la joven que enloqueció a M., resultando ser el fin de ambos por igual tráfico.

A diferencia de los mil sesudos estudiosos de Proust, Anne Carson nos pone en la dirección de lo palpitante de la inasible existencia

Carson recoge la idea de la trasposición de ambos personajes, el real y su doble ficticio, no solo como ejemplos del insondable pozo del deseo, sino como la diferencia entre lo sustantivo y lo adjetivo, el primero de clara e inequívoca definición, mientras el segundo deambula como una misteriosa aura que resplandece con la doblez de lo equívoco. ¿Cómo asir, sin este último, el arte, la escurridiza materialidad de lo real, donde habita como apetitosa ausencia el delicuescente Ser? La aplicada Carson ha contabilizado las 2.363 veces en que Marcel Proust nombra a Albertine en su novela, así como las tres únicas situaciones en las que ésta se ve implicada: el ser una inconfesada lesbiana, el estar dormida y el de su muerte trágica en un accidente. Lo peor —y lo más desesperante— del Ser es, por tanto, su pasividad, que lo hace inescrutable, salvo si es acogido mediante las asas del arte, ese descifrador de lo indescifrable. A diferencia de los mil sesudos estudiosos de Proust, Anne Carson nos pone en la dirección de lo palpitante de la inasible existencia, bien resumida por el capitán-poeta español Francisco de Aldana (hacia 1537-1578), recapitulando en un soneto sobre su propia vida: “Todo apretar nada cogiendo”. 

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