Darío de todos los ríos
Como Cervantes, Rubén Darío nos sigue enseñando, contra todas las razones en contra, lo más díficil: la libertad en español
Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez lo admitieron como su maestro. Vicente Aleixandre se reconoció poeta apenas leerlo. Borges sentenció que fue el verdadero renovador porque trajo al español una música nueva. Carmen Riera descubrió la literatura cuando su padre le leyó un canto dariano. Pero su poesía es inexplicable: solo podemos asumirla como un milagro del idioma.
Sigue viva: cada vez que la visitamos late en sus acentos y respira en su dicción. Proviene de Garcilaso, del apetito vocálico del primer español internacional, encendido por Dante, Cavalcanti y Petrarca, por las rimas y las glosas. Pero también del dialoguismo de Nicaragua, el primer espacio democrático del español, donde las lenguas originarias eran varias y cada quien fue plurilingüe desde la suya. Y, asimismo, de las albas, que amanecieron en galaico-portugués y en catalán y alcanzaron su día pleno en el verbo de Darío. Tanto como del Romance y su formidable laberinto métrico. Y de la poesía castellana popular, mundana y gozosa. Y no en vano prosigue su lección poética en los más grandes: Lorca y Vallejo, plenamente atlánticos.
Como Cervantes, Rubén Darío nos sigue enseñando, contra todas las razones en contra, lo más díficil: la libertad en español.
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