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¡Feliz año!

No tendría demasiado sentido ponerse a escribir ahora del Concierto de Año Nuevo si no fuera porque ya circula la grabación oficial del fenómeno (Sony). Va a llegar un momento en que va a aparecer antes el disco que el concierto. Y no porque el oficiante del acontecimiento, Mariss Jansons en este caso, sea un músico previsible ni mecánico, todo lo contrario.

No vi el concierto el 1 de enero porque estaba en el desierto incomunicado. Ni lo he visto todavía, pero sí lo he escuchado. Lo cuál permite un análisis descontextualizado. Descontextualizado de la resaca, de los comentarios eruditos y entrañables de Pérez de Arteaga. Descontextualizado incluso de las explicaciones que los melómanos debemos aportar a los familiares o amigos cuando amanecemos el primero de año, respondiendo a cuestiones técnicas o identificando cuántas mujeres hay en los atriles.

Jansons no es una figura popularísima, pero dirigía por tercera vez a los “wiener” en el concierto inaugural, provisto de la condición elemental para acunar a los telespectadores de medio planeta. Que es la comunicación. Estos conciertos, en efecto, requieren un anchorman con idea del espectáculo sin imposturas, un telepredicador más que un “kapelmeister”, razón suficiente por la que Welser Möst se antojaba un tipo demasiado académico para ejercer de timonel de un año a otro. No se iría uno de marcha con él, quiero decir. Ni de marcha Radetzky tampoco.

Jansons en cambio es un director clarividente y desinhibido. Me consta que anda mal de salud, pero dudo mucho que su corazón se encuentre tan deteriorado como apuntan sus facultativos. De otro modo, no bombearía con semejante entusiasmo y tamaña sensibilidad estas músicas tan vienesas y por tanto tan universales. No exentas de cursilería en ocasiones ni de merengue, no digamos cuando se incorporan los angelotes cantores de Viena, pero Jansons tiene el mérito de trascenderlos -la cursilería y el merengue- y dan ganas de ponerse a disposición para que te saque a bailar en cualquier receso.

Hablo de esa coreografía interiorizada que emana de los profesores vienenes. Los prefiere uno tocando la Novena de Bruckner o empleándose en el repertorio sublime de Strauss el bávaro, pero los adora uno también cuando embelesan a los espectadores con un sonido tan puro y tan opulento -opulento sin abrumar-, haciendo música de cámara y concertando como si respiraran y sintieran a la vez. Que es lo que ocurre.

No pude hacerlo tampoco -batir las palmas- el 1 de enero. Creo que escogí una localidad remota e ilocalizable para huir de Occidente. Sólo temporalmente. Y no vengativamente, quede claro. En todo caso, mi único reproche toponímico o topográfico sería no haber nacido en Viena. Feliz año.

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