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PURO TEATRO

Un viejo amigo

Uno de los mejores regalos de final de año ha sido la visita a Temporada Alta de Michel Pennington con ‘Chéjov’, conmovedor monólogo sobre el maestro ruso

Marcos Ordóñez
El escritor Anton Chéjov.
El escritor Anton Chéjov.Mondadori Portfolio (Getty)

Tercera visita del enorme Michael Pennington a Temporada Alta. Rememoro: la primera fue Love is my sin, con Nastasha Parry, una zambullida en los sonetos de Shakespeare, dirigida por Peter Brook, en 2009. La segunda, Sweet William, sobre su dilatada pasión por el Bardo, en 2010. Y el pasado día 4, función única en Salt, Chéjov: otra fascinación igualmente duradera pero más íntima, una amistad que roza la hermandad. El actor británico ha pasado más de treinta años puliendo y lustrando este magnífico monólogo, rastreando historias del buen doctor, pasajes de relatos, fragmentos de sus cartas y entrevistas (todo lo que se dice aquí es de Chéjov), pero sobre todo intentando aproximarnos a su espíritu. La idea destelló en 1975, en el Transiberiano (inmejorable lugar), gracias al poeta Lucien Stryk, y germinó en 1984, cuando el National Theatre encargó a Pennington un texto conmemorativo del ochenta aniversario de Chéjov. Todo ese periodo de búsqueda y barbecho (y lo que vino luego) lo cuenta el actor, por cierto, en su muy recomendable Are You There, Crocodile? Inventing Anton Chéjov (Oberon Books, 2004). Tres décadas, pues, paseando el espectáculo por medio mundo, y sin trazas, felizmente, de acabar la gira.

Cuando Pennington entra en escena vemos a Chéjov más allá de la vieja chaqueta de lino blanco o los quevedos a mitad de la nariz. Lo percibimos en el andar lento, a pasos cortos, el cuerpo un poco estremecido, y casi sentimos el frío invernal de las largas noches de Yalta. Pese al reiterado insomnio y la tos irremediable, el maestro habla con suavidad, con su humor benévolo. Es la voz sabia y calma de alguien que ha visto y vivido todo y ha aprendido a llevarse pasablemente bien con la existencia, aunque la leve agitación de los dedos de su mano derecha delata su inquietud por la muerte cercana (el “molesto castigo”) cuando todavía queda tanto por hacer, por cantar, por disfrutar.

Como el maestro, Pennington es un gran contador de historias, y atrapa nuestra atención desde el principio. Es un monólogo inusual, porque apenas asoma el teatro de Chéjov o su relación con Olga Knipper, pero, capa tras capa, nos descubre a ese hombre ejemplar (su “hombre favorito”) para quien la medicina era la esposa y la escritura la amante, que atrapaba lo pequeño y específico y lo convertía en vasto y universal, al que no se le escapaba un detalle significativo pero nunca estuvo satisfecho de su obra; el hombre humilde, solitario, a ratos melancólico, apático y frío, siempre comprensivo y lúcido, obsesionado “por la facilidad con que ignoramos las necesidades del prójimo”; al médico “responsable de veintitrés pueblos, cuatro fábricas y un monasterio” que buscó la alegría de la vida y quiso “comer las cerezas de veinte en veinte, como deben comerse”, y ante cuya presencia, cuenta Pennington en el prólogo del texto, “todos sentían la necesidad de ser más sencillos y más auténticos”.

El espectáculo, modulado como una sonata, cobra vida y consigue hacernos sentir que hemos pasado una velada con el maestro

El maestro habla de los placeres que le salvan, la pesca, la horticultura, y que Tolstoi diga de él que “escribe incluso peor que Shakespeare”; extiende con deleite, como si fueran manteles, los mapas de sus bosques perdidos, igual que Astrov en Tío Vania, y considera que releer sus propios textos equivale a “encontrar una cucaracha en la humeante sopa de col”.

Conocemos, en pocas frases, a su amigo el pintor Levitan, que cada tarde golpea a su ventana y le dice “¿Estás ahí, cocodrilo?”, y Chéjov le hace pasar, y charlan y ríen: “Últimamente Levitan sufre unos terribles ataques de melancolía, pero si le cuento una historia divertida se retuerce por el suelo y lanza alegres patadas al aire. Es terrible ser médico porque sé que tiene una dilatación aórtica y pronto ya no llamará a mi ventana”. Nos cuenta también su nostalgia de Francia, “donde todo es civilización y cualquier criada sonríe como una duquesa teatral, aunque esté terriblemente cansada”. Y el inolvidable recuerdo de aquella muchacha armenia de pies descalzos, con la cara más hermosa que vio nunca, “dormido o despierto”, brotando como una brisa en el centro de un verano ardiente para dejar en su corazón infantil “una tristeza cruel y placentera, vaga y neblinosa como un sueño”. Del recuerdo al relato, en el mismo tono, con la misma cadencia, vuelve a vibrar El cazador, y Pennington nos instala en esa prosa seca y sublime, y nos hace ver de nuevo, frase a frase, el reencuentro sin futuro del áspero Yegor y la bondadosa Pelagueia.

De repente, ante la sorpresa de todos, el escritor consagrado abandona Moscú, y recorre miles de kilómetros de taiga para describir y denunciar la espantosa vida de los reclusos de la isla Sajalín, el peor presidio de Siberia, y levanta la gran piedra fundacional de la crónica moderna. Aparece el Chéjov vindicativo, enfrentado al poder, y cuenta el horror con ira contenida y sin énfasis, que sería como rebajar con agua un alcohol de alta graduación. Nos habla de aquel preso que mató a su mujer con un martillo pero aún tiene su fotografía presidiendo la celda, y del que recibe noventa latigazos metódicos y feroces, y reseña su cara blanca empapada en sudor, los dientes castañeteantes, la mirada perdida, la piel cayendo a tiras, y cuando aparta la mirada ve también la sonrisa del funcionario fascinado por la tortura, y se dice y nos dice: “El mundo que creó Dios es bueno. Solo una cosa es mala: nosotros”.

El espectáculo, modulado como una sonata, es un cuadro puntillista que cobra vida y consigue el prodigio de hacernos sentir que hemos pasado una velada con el maestro como quien visita a un viejo amigo: solo lamenté que esa noche de sábado, en el Teatre de Salt, no hubiera más gente compartiendo el regalo, gente que se perdió una emoción poderosa y serena, casi epifánica. Han pasado dos semanas y resuenan todavía las palabras de Chéjov despidiéndose, vivas de nuevo en la voz de Michael Pennington: “Dad recuerdos de mi parte al sol caliente y el mar en calma. Disfrutad. Sed felices. No penséis en enfermedades. Escribid a menudo a vuestros amigos. Cada hora es preciosa. Cuidaos y alegraos, y procurad no padecer de indigestión ni de mal humor”. Felices fiestas y feliz teatro para todos.

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