Réquiem por Leningrado
Murió Dimitri Shostakovich a los 68 años. Un hito de longevidad no en términos convencionales, pero sí considerando el peligro que conllevaba haber adquirido una posición relevante en tiempos de Stalin. Que fue el carcelero del compositor ruso, aunque no hasta el extremo de fusilarlo ni de mandarlo al exilio.
Le convino utilizarlo tanto como a Shotakovich le convino dejarse utilizar. Estaba en juego su vida y su obra, como la estuvo en los casos de tantos amigos ejecutados por el régimen del terror que Stalin impuso en Leningrado como respuesta al delirio de las conspiraciones y como facultad absoluta de la endogamia.
Leningrado había sido martirizada por Stalin antes de convertirla Hitler en el escarmiento de una ciudad sitiada. Y Stalin aprovechó la brutal ofensiva nazi para hacer uso propagandístico del martirio, encubrir sus crímenes, exponerse como un redentor del mundo libre con la sangre derramada por sus compatriotas.
Era el contexto en que Shostakovich compuso la sinfonía del heroísmo. Lo hizo condicionado por los requisitos de la demagogia staliniana, sometido a un lenguaje musical que debía aglutinar la abnegación del pueblo, el espíritu de sacrificio, la resistencia al conquistador y la victoria. Nada que ver con la pornofonía que el Pravda atribuyó a Lady Macbeth en 1934 ni con el "formalismo" que los censores restregaron al compositor para neutralizar el estreno de la Cuarta sinfonía.
Shostakovich fue evacuado de Leningrado para componer la sinfonía. La terminó y la estrenó en Kuibyshev, la capital de Samara, pero la gran repercusión propagandística sobrevino con la versión de emergencia nacional propuesta a orillas del Neva el 9 de agosto de 1942. Porque la artillería nazi estaba a 11 kilómetros del concierto. Porque hubo que improvisar una orquesta de supervivientes, voluntarios y hasta de aficionados en el cráter de la hambruna y de las fosas comunes. Porque los chaqués de gala concedían a los cadáveres andantes un aspecto estremecedor. Y porque el maestro Eliasberg temía que sus músicos fallecieran en el trance de la interpretación misma.
Stalin movilizó la radio para que la sinfonía de Shostakovich se escuchara en toda la Unión Soviética como una respuesta sublime al asedio nazi. Y el compositor ruso apareció incluso en la portada de Time, consciente de que la Séptima sinfonía se había convertido en un símbolo precursor de la victoria. Y no sólo en la Unión Soviética. La partitura se microfilmó y se trasladó hasta Nueva York clandestinamente pasando por Teherán, El Cairo y Casablanca, de forma que Toscanini pudo estrenarla en julio de 1942 con todos los síntomas de un himno de esperanza a la resistencia.
Es la crónica entusiasta, triunfal, de la Séptima sinfonía. La crónica oscura, reflejada con escrúpulo en el libro de Moynahan, se atiene a la aberración que supuso la dictadura stalinista antes de la guerra, durante la guerra y después de la guerra, adjudicando a Shostakovich un papel doloroso, especulativo, oportunista, desgarrado, brutal, triunfal, sumiso, resignado y cuantos adjetivos puedan utilizarse para definir su papel de superviviente.
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