Un toro en la ópera
Era un toro. Un toro charolés de 1.500 kilos. Que paseaba con parsimonia por el escenario. Y cuyos atributos de fertilidad parecían el badajo de la campana mayor de Notre Dame. Pues hablamos de París y de la sorpresa que produjo entre los espectadores de la Opera de La Bastilla el protagonismo de una res descomunal en la función de “Moisés y Aarón”.
Simbolizaba la bestia el becerro de oro en la ópera de Schoenberg. Pero lo hacía de manera hiperbólica. Por su tamaño. Y hasta por su caché. Ha trascendido estos días en la prensa francesa –“Libération”, por ejemplo- que Easy Rider cobra 5.000 euros por función.
Así se llama el torazo que el director de escena Romeo Castellucci ha reclutado en su montaje. Y que veremos en Madrid en mayo, curiosamente en plena feria de San Isidro. No porque vaya a lidiarse en Las Ventas, sino porque el espectáculo de Schoenberg es una coproducción con el Teatro Real.
Y el acuerdo incluye a Easy Rider. E incluye el toril de cristal del que desciende, transformado el bóvido, a título dramatúrgico, en una divinidad pagana que conforta a los judíos en ausencia de Moisés y que rodea, marcando el terreno, el cuerpo de una mujer desnuda.
No tardarán en movilizarse los animalistas. Dirán que no pueden utilizarse criaturas de Dios en un escenario, pero no da la impresión de que Easy Ryder actúe estresado. Ni que lo haya traumatizado exponerse o sobreexponerse a la experiencia de una partitura dodecafónica durante tantos ensayos y tantas funciones (se acuerda uno de la terapia de choque de "La naranja mecánica").
No es la primera vez que un gran animal aparece en un escenario operísitico. Franco Zeffirelli acostumbraba a utilizar elefantes y caballos en el escenario megalómano de la Arena de Verona, naturalemte para conceder exotismo y espectacularidad a su versión de “Aida”.
Facilitaba las cosas que se tratara de un espacio al aire libre, pero las limitaciones de un teatro convencional no han coartado el recurso de las fieras. Me acuerdo de los dobermans que Marina Abramovic utilizó en su espectáculo masturbatorio del Teatro Real, y se me vienen a la memoria tanto las ocas de Kusturica en su melodrama balcánico-zíngaro de La Bastilla (“Tiempo de gitanos”) como aquel fabuloso caballo negro del que descendía Escamillo en el montaje de “Carmen” concebido por Franca Zambello para el Covent Garden.
Estas evidencias animadas no contradicen que mi anécdota preferida del género ópera-zoológica, excluidos los cantantes paquidérmicos, concierna a un cisne mecánico, y no cualquier cisne, sino el cisne que debía recoger al tenor Leo Slezak en una memorable función de “Lohengrin” programada en el Met hace cosa de un siglo.
Aguardaba el tenor germano el desenlace de la ópera de Wagner, pero el ave pasó de largo. Y entonces se le ocurrió a Slezak que la mejor solución consistía en confiarse a los espectadores: “¿Saben a qué hora pasa el próximo cisne?”.
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