El tablero de senderos que se bifurcan
Juan Mayorga juega y gana la partida con 'Reikiavik', en el teatro Valle-Inclán. La leyenda de Fischer y Spassky, bordada por César Sarachu y Daniel Albadalejo.
Fischer contra Spassky en 'Reikiavik'. Enorme historia, en plena Guerra Fría. Los soviéticos eran los reyes del ajedrez, y de repente aparece un joven genio americano cuyo coeficiente, se dice, supera el de Einstein. Se llama Bobby Fischer y jugaba en Central Park a dólar la partida para comprarse libros de ajedrez. Fue campeón a los 15 años, pero no sabe usar los cubiertos ni relacionarse con la gente. Boris Spassky, por el contrario, fue un niño educado desde pequeño para ser un ganador, un héroe de la Unión Soviética. En el aeropuerto de Moscú, a punto de emprender el viaje a Reikiavik, miles de personas han ido a despedirle y recordarle, sin palabras, que no puede perder una partida que empezó a jugarse mucho antes de su nacimiento. Al otro lado del telón de acero, Kissinger llama a Fischer y le dice lo mismo que los rusos le han dicho a Spassky: el campeonato es un deber patriótico y el honor de su país está en juego. Fischer acepta el reto por orgullo y porque un mecenas británico ha puesto sobre la mesa cien mil dólares. Día 11 de julio de 1972. Va a comenzar uno de los grandes combates de los setenta, como el de Clay y Frazier un año antes. 57 días en Reikiavik, suspense en aumento. Y un final sorprendente, no por el resultado, sino por el modo en que se produce.
Reikiavik es una notable pieza teatral y también una soberbia crónica del enfrentamiento entre esos dos genios inhábiles para la vida, tan distintos y tan hermanados por una pasión absoluta. Para contárnosla, a Juan Mayorga se le ha ocurrido una idea sensacional: utilizar dos narradores, dos espejos, que quieren atrapar a un oyente con su relato. Un tal Waterloo y un tal Bailén, obsesionados por Fischer y Spassky, se encuentran en un parque para revivir un ritual que repiten una y otra vez porque siempre hay algo que se les escapa, un misterio inatrapable. Dos quijotes que buscan huir de una realidad opaca y abrumadora, con el manual El duelo del siglo: las partidas de Reikiavik comentadas como libro de caballerías. Bailén cree, al fin, entender quién fue Spassky: “Ahora creo que le conozco como ni siquiera él se conoció nunca”. Walterloo, enfermo, necesita un heredero al que contagiarle el virus del ajedrez y hace entrar en la representación a un joven estudiante. Y como norte, un concepto borgiano que encantaría a Ricardo Piglia: “No podemos contradecir el libro, pero hay infinitas versiones de Fischer, infinitas de Spassky. Hay infinitas versiones de ti. Hay una versión en que tú estás haciendo un examen oral final. Hay infinitas jugadas posibles, pero no todas son la mejor. Quién ganará y quién perderá, eso no puedes cambiarlo, pero puedes conseguir que tu personaje, el que te toque, esté a la altura de su victoria o de su derrota”.
Los escenarios son múltiples, como los personajes que encarnan Waterloo, Bailén y el joven estudiante, así como los planos temporales: el tiempo del enfrentamiento, el tiempo del parque, las historias anteriores. Mayorga también dirige: es su segunda puesta y su mano tiene ya un pulso firmísimo. Sus objetivos son atraparnos con las complejidades del texto y clarificar el juego de planos narrativos como un malabarista que mantiene los aros en el aire. Todo fluye en un ritmo constante, con sencillez e imaginación: los protagonistas nos hacen ver a dos mentes prodigiosas midiéndose, retándose, moviéndose como boxeadores, y les basta un gesto, un cambio de tono en la voz, para convertirse en familiares, asesores, árbitros, roles masculinos o femeninos.
Reikiavik podría haber sido una formidable serie televisiva, pero haría falta un presupuestazo, muchas localizaciones, un reparto numeroso. Aquí todo nos lo cuentan tres estupendos intérpretes en un escenario prácticamente vacío, a caballo de un texto espléndido, con el respaldo capital de Alejandro Andújar, que sirve una escenografía mínima y un sugestivo vestuario, y la luz siempre maestra de Juan Gómez-Cornejo.
Waterloo es César Sarachu, la respuesta vasca a Jonathan Pryce. Hace tiempo que pienso que este actor puede hacerlo todo, en clave realista, expresionista o lírica, o todo a la vez. Y puede ser todo: Bernardo, el solterón excéntrico de Camera Café; el Bruno Schulz soñador y acosado de The Street of Crocodiles; el Cristo que exhalaba una doliente espiritualidad, como si físicamente cargara con todos los pecados del mundo, en The Master and Margarita, también a las órdenes de Simon McBurney, en el Théatre de Complicité. Su Bobby Fischer es un genio paranoico, convencido de que la realidad conspira contra él, como Alexander Luzhin, el protagonista de La defensa de Nabokov; su aire de vagabundo (gorra, gabardina) hace pensar también en el Fischer de los ochenta, cuesta abajo en su rodada. El poderoso Daniel Albaladejo (otro compañero de Camera Café) da siempre de maravilla (El curioso impertinente, Otelo) el dibujo de un oso deslumbrado por un coche; un noble que cae, con extrema dignidad, bajo el peso de una presión insostenible: si Sarachu me recordó a Luzhin, Albaladejo podría ser el trasunto de Mirko Czentovic, el campeón vencido de Novela de ajedrez, de Stefan Zweig. Elena Rayos encarna al muchacho, es decir, a nosotros. Lo fundamental no es que parezca un chico, sino que tenga mirada, mirada de adolescente absorbido por el relato (como el crío de El hombre que pudo reinar), que abandona un aburrido examen porque se lo cambian por una gran justa: mirada, pues, de espectador; óptima elección de reparto. Me dicen que las entradas vuelan, que Reikiavik está siendo todo un éxito en el Valle-Inclán. No hace falta ser un lince para intuir que puede ser el definitivo triunfo internacional de Juan Mayorga. El texto, por cierto, cierra el volumen Juan Mayorga: Teatro 1989-2014, una modélica edición, con 20 piezas, a cargo de La Uña Rota. Lo he recomendado más de una vez y vuelvo a hacerlo: vale muchísimo la pena, y la ocasión es idónea.
Reikiavik. Texto y dirección de Juan Mayorga. Intérpretes: Daniel Albaladejo, Elena Rayos y César Sarachu. Teatro Valle-Inclán. Madrid. Hasta el 1 de noviembre.
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