Adiós al caníbal
Hannibal siempre ha sido excesiva, opresiva, sorprendente, inquietante. Y también lo ha sido en su final. Parecía como si, tras superar la primera temporada y conseguir lo que casi parecía un imposible, la renovación de una serie con alto contenido violento y gráfico en una cadena generalista estadounidense como NBC, Bryan Fuller, padre de la criatura, contara con carta blanca para hacer y deshacer a su gusto. La temporada final (parece que de forma definitiva tras asumir que los milagros puede que no existan) es el culmen de su creación para bien y para mal.
Hannibal nunca ha sido una serie fácil. En su primera temporada, incluso cuando todavía bailaba a ratos con los convencionalismos de las series procedimentales, ya dejaba claro que no iba a hacer concesiones. Que si hablamos de brazos, de hígados o de sesos, lo que aparecería sobre la mesa se parecería sospechosamente a un brazo, un hígado o a sesos. Que si la mente de un asesino en serie caníbal era oscura, la serie sería más oscura todavía. En la segunda temporada ya la cosa se tornaba incluso enfermiza, tan inquietante que o habías entrado dentro del juego o te echaba fuera sin remedio, a patadas. El final de la segunda temporada, con una explosión orgiástica de sangre, dejaba la historia en un punto altísimo y a los fans (sus muy fans, porque sus fans son muy fans) entregados totalmente a la causa.
Y llegó la tercera temporada. La continuidad de la serie siempre ha estado en el limbo y ya no se podía mantener más la ilusión de que la cadena iba a seguir dando vía libre a una serie que no conseguía unos datos de audiencia suficientes en Estados Unidos y que empezaba a entrar en terreno pantanoso (necesitaban hacerse con los derechos de El silencio de los corderos para poder continuar la historia, algo que no parecía sencillo). Se acabó la aventura, pero antes Hannibal ha dejado una última entrega dividida en dos partes muy diferentes.
En la primera mitad de la temporada, la serie se fue totalmente de madre. Más que una serie era un cuadro abstracto, un cúmulo de imágenes oníricas oscuras y truculentas en las que la acción no parecía avanzar. Hannibal estaba ensimismada, se gustaba y se deleitaba en sí misma. Pero precisamente ese ensimismamiento lastró una historia que no llegó a cuajar.
Pero después viajamos en el tiempo a unos cuantos años más tarde, con el caníbal ya en prisión, para contar la historia del Dragón Rojo. Vuelta a la Hannibal que conocíamos, al juego mental con el oponente/aliado, a prestar más atención a la historia mientras que la serie sigue recreándose en esas imágenes tan suyas. El final, lógicamente, tenía que seguir esa línea excesiva, enfermiza, con un punto alocado e incluso desquiciado.
No va más. El caníbal se ha marchado. Hannibal ha sido capaz de lo mejor y también de rozar lo peor. Sería excesiva, pero bendita locura la de Hannibal.
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