La máscara voluble
Paul Preston lleva publicadas tres ediciones de su biografía de Santiago Carrillo, y en cada una de ellas hay materiales nuevos que perfilan mejor al personaje
Nunca se acaba de contar una vida. En los últimos años Paul Preston lleva publicadas tres ediciones de su biografía de Santiago Carrillo, y en cada una de ellas hay materiales nuevos que perfilan mejor al personaje y al mismo tiempo agrandan su misterio, el enigma de una vida volcada en gran parte a la simulación, a la interpretación de papeles, a la simulación de identidades. Los títulos distintos que tiene el libro en español y en inglés ya son un síntoma de esa dificultad: en español se titula El zorro rojo; en inglés, The Last Stalinist. El título de un libro es como la clave en una composición musical: determina su tono dominante. En la portada en español parece que se alude sobre todo a las cualidades de astucia que solían celebrarse en Santiago Carrillo, su destreza y su flexibilidad de gran político que supo mantener durante muchos años su protagonismo y maniobrar acertadamente en los tiempos confusos del tránsito a la democracia. La portada de la edición inglesa pone por delante la parte sombría y hasta sanguinaria de la historia: Carrillo como un dirigente comunista de los tiempos de Stalin, entrenado desde muy joven en los métodos y las lealtades de la NKVD, conspirador desde dentro en el cisma del Partido Socialista en vísperas de la guerra civil, detentador de responsabilidades escalofriantes, trepador en el aparato del Partido Comunista en Moscú y en París, delator de disidentes convertidos en traidores, inventor de fantásticos movimientos de masas que estaban siempre a punto de derribar al franquismo y que solo existían en su imaginación; y también, apurando la negrura, ejecutor a distancia de camaradas sospechosos o díscolos o simplemente que le hacían sombra en sus ambiciones.
Acaba de salir en bolsillo una edición aumentada y no he podido resistir la tentación de leer de nuevo la historia completa, y sobre todo su parte más siniestra, que es también la de mayor sacrificio y heroísmo de los militantes comunistas españoles, los años que van desde el final de la guerra civil hasta el viraje político de 1956, cuando se formula por primera vez la política de reconciliación nacional y empiezan los primeros síntomas del abandono del estalinismo; cuando el PCE se compromete abiertamente con el establecimiento de una democracia pluralista en España y al mismo tiempo apoya sin la menor sombra de duda ni de miramiento por las víctimas la invasión soviética de Hungría.
Dos cualidades resumen el carácter de Santiago Carrillo: la falta de escrúpulos y el talento desvergonzado de actor
En esos años, que son los de su ascenso al poder máximo en el Partido, Santiago Carrillo perfeccionó las dos cualidades que tal vez resumen su carácter, la clave del misterio de su biografía: la falta de escrúpulos, el talento desvergonzado de actor. Quizás en el movimiento comunista había algo que exageraba hasta el histrionismo la parte teatral inevitable de la política. O quizás fue un rasgo general de los sistemas totalitarios: lo que nos llama ahora la atención en las filmaciones de la época es lo sobreactuado y hasta lo grotesco de las apariciones públicas de Hitler o Mussolini. Por comparación, Stalin mostraba una austeridad sepulcral, pero a su alrededor, en las extensiones en las que irradiaba su dominio, lo más habitual era la interpretación exagerada e incluso inverosímil: los aplausos fervientes y unánimes que no terminaban nunca; las confesiones de culpabilidad y humillación abyecta de los condenados en los procesos de Moscú; las declaraciones de fidelidad al Partido y a la causa y los correspondientes exabruptos contra los traidores.
Una parte de la eficacia de las interpretaciones de personajes de Santiago Carrillo proviene sin duda de su falta de escrúpulos. A los veinte años, todavía militante de las Juventudes Socialistas pero probablemente ya reclutado por los soviéticos, interpretó el papel de joven discípulo y seguidor devoto del viejo líder Francisco Largo Caballero, casi su hijo adoptivo. Los socialistas nunca le perdonaron que aprovechara esa confianza en sus manejos para llevar a las Juventudes a la órbita del Partido Comunista. En 1939 renegó públicamente de su padre, el socialista Wenceslao Carrillo, con un gran despliegue de violencia verbal que incluía la declaración de amor a Stalin y a la patria soviética, el rechazo de la retahíla habitual de traidores, encabezada por las hienas trotskistas, etc. Un camarada que vivía con él clandestinamente en Francia, Manuel Tagüeña, observó luego que, mientras ponía por escrito tales afirmaciones y negaciones virulentas, Carrillo estaba perfectamente tranquilo, incluso risueño, calculando el buen efecto que el repudio público de su padre haría entre sus superiores en el Partido y en la Internacional Comunista.
Cuando más perfecta era una actuación, más numeroso el rastro de víctimas que dejaba, más beneficiosa para la carrera del camarada Carrillo, infatigable en su entrega al Partido, inflexible en su “vigilancia revolucionaria”, término estalinista que encubre la búsqueda y el suministro regular de herejes y traidores. “El Partido se fortalece purgándose”, había escrito Lenin, y confirmado Stalin, de palabra y de obra. El papel de descubridor y perseguidor de traidores emboscados en la organización fue el que Carrillo ejerció con más constancia en los años cuarenta y en los primeros cincuenta, el que más beneficioso le resultó para su ascenso, el que provocó las mayores injusticias y los peores crímenes.
Los burócratas del PCE desconfiaban de quienes de verdad habían combatido contra los nazis y luego contra Franco
La saña verbal contra el designado como enemigo es todavía más furiosa porque se trata de alguien que hasta hace nada formó parte del núcleo de los fieles, de los elegidos y los héroes. Para un militante comunista que entraba clandestinamente en España para jugarse la vida los dirigentes de su Partido podían ser más letales que los policías de Franco. Luchadores de la guerra civil, héroes de la Resistencia francesa, supervivientes de los campos de exterminio: cualquiera podía ser sospechoso a los ojos resabiados de Santiago Carrillo y los suyos —sospechoso y a continuación calumniado, ejecutado de un tiro en la nuca en un paso fronterizo, o delatado a la policía o a la Guardia Civil. Los burócratas del Partido instalados en sus despachos de Moscú o México o París desconfiaban de quienes de verdad habían combatido contra los alemanes, resistido en los campos, reanudado luego, con perseverancia sobrehumana, la lucha contra la dictadura de Franco. Torturados en las cárceles, la dirección del Partido los acusaba de traición. Escapaban y conseguían pasar a Francia y lo que los esperaba, si no un disparo o una fosa en un bosque, era un interrogatorio a manos del propio Santiago Carrillo, en uno de los papeles que prefería, el de inquisidor airado y justiciero.
Hay libros de los que se sale como de un pozo o un túnel. Este es uno de ellos. Carrillo era tan convincente en sus interpretaciones porque es probable que careciera de remordimientos y porque en cuanto encarnaba a un nuevo personaje se olvidaba por completo del que había interpretado hasta un poco antes. Paul Preston concluye que la ambición fue el impulso principal de su vida, y que no tuvo reparo en sacrificar a su servicio las vidas y los esfuerzos de militantes admirables. Cada máscara, durante algún tiempo, fue su rostro verdadero. Detrás no había nada más, nadie más.
(Si las editoriales españolas pagaran mejor a los traductores y pusieran más cuidado en la edición de los textos probablemente no habría tantos “falsos amigos”, incluso cuando un traductor es tan competente como Efrén del Valle: barracks no significa “barracones”, sino “cuartel”; impregnable, en español, es “inexpugnable”, no “impregnable”, que en el contexto del libro no se sabe lo que quiere decir. Etc.).
El zorro rojo. La vida de Santiago Carrillo. Paul Preston. Debolsillo. Barcelona, 2015. 472 páginas. 11,95 euros
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