Josep Pons o la adicción a Wagner
El director musical del Liceo termina con gran éxito un 'Sigfrido' que ha quedado marcado por la posterior muerte de dos cantantes en el accidente aéreo de los Alpes
Desde hace dos años, Josep Pons, cada vez que se cambia de ropa, traslada a sus chaquetas o pantalones las llaves de su casa, su cartera y un bolígrafo negro con toques plateados. Se lo regaló Oleg Bryjak. Ahora, cada vez que lo utiliza no puede evitar que se le venga a la mente una tragedia: la que acabó con la vida del barítono y la de la joven y prometedora Maria Radner —junto a su marido y su hijo— en el accidente del avión que partió de Barcelona a Düsseldorf y acabó estrellado por su copiloto en los Alpes.
“Menos mal que no teníamos más representaciones. Hubiésemos acabado todos llorando”, comenta Pons. Se subieron al maldito vuelo un día después de que acabara en el Liceo el Sigfrido que habían cantado como integrantes del segundo reparto entre el 11 y el 23 de marzo. Era la tercera jornada de El anillo del Nibelungo que desde hace dos temporadas dirige Pons en el teatro barcelonés con montaje del canadiense Robert Carsen. El éxito que han ido cosechando ha quedado atravesado por la sombra de un luto ahogado en una fuente de angustioso silencio, pérdida y dos voces en estado de gracia truncadas.
Bryjak le había regalado a Pons su bolígrafo cuando comenzaron la aventura de la tetralogía juntos con El oro del Rin. “Yo le traje a cambio una buena botella de vino”, recuerda el director. El cantante que ha encarnado al truculento Alberich en el Liceo y últimamente en el Festival de Bayreuth, consagrado por entero a Wagner, era, para Pons, “un portento”. Y un sibarita. “Si no cantaba más se debía a esa manía de los directores de escena con los kilos”.
No renunciaba el barítono formado en Kazajia a la buena vida y tampoco a denunciar la absurda discriminación calórica tan en boga hoy en el mundo de la ópera. Desde su debut wagneriano en Viena en 1998, no se había bajado de ese mundo absorbente. Por si esa exigencia fuera poca, también se le consideraba especialista en otro compositor de enjundia: el checo Leos Janácek. Maria Radner, con sólo una escena en este mágico Sigfrido de porte poético, ecológico, encajado entre la tenebrosa dimensión de lo real y la salvaje desnudez presa en neblinas de lo hipnótico, había seducido también al público del teatro catalán. El primer templo wagneriano que se formó en España. “Brilló con su bellísima voz y el atinado fraseo, era muy joven, tenía una gran carrera por delante…”, comenta Pons.
Daniel Barenboim me dijo sobre la música de Wagner: ‘No podrás salir, no podrás parar, te irá contagiando”
Bryjak tenía previsto volver el año que viene a culminar la tetralogía con El ocaso de los dioses. Pero la vida y el camino wagneriano para Pons deben seguir sin ellos, en la marea adictiva de esta obra de arte total donde el músico se ha metido hasta el tuétano para asomarse a diversos abismos.
Se lo habían advertido. Wagner es adictivo. Cuando uno decide entrar en él, sale transformado. Lo inquietante es no saber si para bien o para mal. No se lo había oído a cualquiera. Fue un gran experto, colega suyo, quien se lo soltó cuando compartían camerinos en el Auditorio Nacional de Madrid. “Barenboim lo dijo. No podrás salir, no podrás parar y te irá contagiando”.
Sabía de lo que hablaba el maestro. Su ciclo Wagner ha sido para muchos el más contundente de los últimos años al frente de la Staatsoper de Berlín y en otros escenarios, como La Scala de Milán o el Teatro Real de Madrid, donde se le ha visto dirigir varios títulos de ese repertorio. Otro maestro que quiso mantenerlo alerta fue John Eliot Gardiner. Pero éste sin haber cruzado la línea que te introduce en la música del autor alemán. “En una cena en casa del gran Jaume Vallcorba me lo comentó: ‘Yo nunca lo he dirigido. Me da miedo”.
Lo mismo que Wagner temía al propio Wagner. “Hubo alguna vez en que se alegró de que no lo hubiesen entendido bien. Decía que de lo contrario lo echarían”. De hecho lo expulsaron de varios lugares. Tanto que si en alguien cabe reconocerle entre sus personajes podría ser el holandés errante. Su huida hacia las vanguardias fue motor y látigo dinámico toda su existencia: en la música, en la política aupado entre barricadas junto a Bakunin, en su turbulenta vida amorosa, entre amigos y aliados que se tornaban furibundos enemigos o frustrados y decepcionados adversarios éticos y estéticos… No dejaba indiferente. “Es el lado oscuro, dice mi mujer”. No le falta razón a Virginia Perramón, cantante y esposa del maestro, que, lejos de prevenirlo, lo alienta en el exceso de su aventura.
Si Pons, en un momento de su carrera, cuando tenía frente a sí, después de su determinante y transformadora andadura al frente de la Orquesta Nacional de España, cuatro ofertas internacionales y escogió volver a casa, al Liceu, fue “en gran parte”, dice, “para poder acometer El anillo…”. Llevaba años bordeándolo. “Por delante y por atrás”. Poco después de que abandonara Montserrat, donde fue chico del coro y pasó años interno, entró en el Teatre Lliure. “Allí me metí en vena a los contemporáneos, la escuela de Viena y adyacentes, todos hijos de Wagner. En la ONE, donde estuve nueve años, me adentré en el gran sinfonismo también directamente relacionado con ese círculo, y en mis años de la Sinfónica de Granada me empapé de clasicismo. No podía esperar más”.
Además debía transformar una orquesta azuzada por las críticas y bastante descabalgada del presente, según varias voces acreditadas. A punto estuvo de dejar la batuta tras su regreso en 2012, cuando los compromisos dados para que pudiera remodelar la formación a su gusto se fueron al traste. En parte, con la carraca de la crisis; en parte, por la escasa visión de algunos gestores. Hoy ya ha conseguido los mimbres para su proyecto. Como mínimo, 40 nuevos puestos entre los músicos y fondos necesarios a medio plazo. Se siente tranquilo y respaldado ahora por unas críticas que empiezan a notar el cambio a mejor y han ensalzado esta visión contundente, rica, sabia y sutil del Sigfrido.
Algo les ha querido insuflar de su espíritu indómito. El hombre nuevo, que carece de miedo, trasunto del superhombre concebido por Nietzsche y criado como el buen salvaje puede servir a los músicos para quitarles ciertos complejos de encima. “Esta es la orquesta sinfónica más perdurable dentro del Estado. Fue creada en 1947. Por ella han pasado Manuel de Falla, Erich Kleiber, Otto Klemperer, Hans Knappertsbusch, Clemens Krauss, Ottorino Respighi, Richard Strauss, Ígor Stravinski... No es cuestión de bajar la cabeza, sino de que sus integrantes se muestren orgullosos de una trayectoria y un sonido de los que pocos pueden presumir”.
John Eliot Gardiner me comentó en el transcurso de una cena con Jaume Vallcorba: ‘Yo nunca lo he dirigido. Me da miedo”
Cuando Wagner estrenó El oro del Rin, un 13 de agosto de 1876, tuvo un sueño extraño, según recoge Xavier Güell en su extraordinario libro La música de la memoria. Un asno nadaba en un estanque y se sumergía. El músico quería salvarlo, pero no podía con su peso. Aparecieron unos grandes pájaros negros sin ojos. Comenzaron a pinchar el vientre del animal hasta hacerlo desaparecer…
Pons no ha llegado a la pesadilla, pero sí reconoce su adicción wagneriana. No puede decir que no se lo habían advertido. Ahora sólo le queda cruzar la meta de El anillo del Nibelungo la temporada que viene con la cuarta parte: El ocaso de los dioses. Esta vez le han taladrado el ánimo dos ausencias. Los cantantes que cruzaron sin querer al otro lado del fuego mágico en que Brunilda duerme el extraño sueño de quienes están llamados a regenerar un mundo en descomposición, un universo putrefacto.
Puede que la opción más conveniente sea no despertar. Pero Pons prefiere culminar su viaje wagneriano hasta el fondo. Aun a riesgo de no reconocerse cuando lo termine. Con el bolígrafo que le regaló Oleg Bryjak, en algún cuaderno con rayas de su alma inquieta, escribirá: fin.
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