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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La energía de la parodia

Lo que hace José Mota es aplicar su inteligencia paródica a cada uno de los personajes que reinterpreta

Juan Cruz

Hasta Sócrates, hay una enorme lista de antecedentes de José Mota, el humorista de las parodias.

Como el filósofo, Mota parte de que no sabe nada para indagar en la probable sabiduría de los otros, e indagar a partir de lo que encuentre. Como otro sabio más próximo, Pablo Picasso, él no rebusca, encuentra; no hace sangre en la búsqueda.

Esa era una técnica fantástica que convirtió en genial (y en delicada) la charla con Fernando Fernán Gómez, el más audaz conversador que encontré jamás.

Con esa práctica de la ironía como forma de la parodia Fernán Gómez llegó no sólo a hacer extraordinarias personaciones en el teatro y en el cine, a partir de personajes ya escritos, sino que fabricó una personalidad televisiva. Sus charlas ante las cámaras, con personajes que eran sus invitados, fueron quizá de lo mejor que en materia de conversación ha salido por la pequeña pantalla.

Fernán Gómez se basaba en su cultura, pero sobre todo en la inteligencia de su mirada: él miraba al otro, aceptaba lo que le estaba diciendo, y trasladaba a su propio lenguaje (y a su propia voz) lo que había escuchado.

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Pongamos que el otro le decía: “Esta mañana me comí un cruasán que estaba buenísimo”. Entonces él decía, ante la complacencia del interlocutor: “Así que esta mañana te has comido un cruasán”. El otro comenzaba a aterrarse, pues más allá de esa declaración no hay casi nada disponible. “Y además estaba buenísimo, ¿no es eso?” “Pues sí, estaba buenísimo”. “¿Tienes idea de dónde hacen esos cruasanes?” “En la propia cafetería, supongo”. “¿Supones? ¿Y si no estuvieran hechos en la propia cafetería?”.

La conversación podría seguir así hasta el infinito, Fernán Gómez indagando mayéuticamente y el otro sudando la gota gorda hasta que el actor relajaba el ambiente habiendo dejado KO al amigo que se había desayunado un cruasán.

Otro personaje extraordinario de la conversación paradójica (y paródica) era Adolfo Marsillach, actor también, que resultaba más desconcertante aún que Fernán Gómez. Mientras que el actor del pelo rojo permitía que el otro fuera respondiendo hasta quedarse atrapado en el cruasán, Marsillach bajaba la vista y la iba dispersando por la sala hasta que el interlocutor sabía que la conversación se había terminado.

Lo que hace Mota es aplicar su inteligencia paródica a cada uno de los personajes que reinterpreta. Es prácticamente imposible que se enfaden con él los caricaturizados, porque no sólo los imita y, por tanto, los interpreta, sino que los presenta tal como son, en el momento culminante de su ser más puro, del que no pueden (ni querrían) renegar. Es decir, Pablo Iglesias, el antiguo Rey, Esperanza Aguirre, Mariano Rajoy o Rubalcaba (que este año no apareció, y lo eché de menos) no pueden decir que Mota no los haya clavado, porque todo lo que él dice que ellos dirían casa con la personalidad de cada uno.

Por eso, por ejemplo, Jordi Évole tuiteó ese piropo tan adecuado a lo que había hecho Mota con su persona (que es también su personaje): Évole, como todo el mundo, de la televisión y de la vida, tiene sus tics; hace falta que alguien, con la buena voluntad de Mota, y con su inteligencia interpretativa, lo ponga de manifiesto para que ese tic sea objeto de sonrisa, o de risa, sin que ni el esbozo de la carcajada ni el sucedáneo de la risa resulten ofensivas. Ni para el Rey para la Infanta Leonor, si nos ponemos en las alturas del Reino, resulta ofensivo Mota; pero esto, que en la España de astracán podría ser un reproche, es el mayor elogio que hoy se puede hacer de alguien que parodia.

Y eso es lo que conforta del humor de Mota, que ha llevado al paroxismo, pero sin pasarse, la parodia; en ese sentido, ha puesto en su sitio (es decir, en el suyo, en el de Mota) lo mejor del humor británico, o anglosajón, pues de ese humor (que también practica Andreu Buenafuente) se nutren los mejores caricatos de habla inglesa: punzantes y divertidos, con el puñal siempre asomando, pero es un puñal de sentido común, el más humorista de los sentidos.

Creo que el éxito de Mota podría significar también el éxito de una sociedad que se respete a sí misma: una sociedad que escuche y que pregunte, que no se burle, pero que indague hasta hacer que el otro vea como probable defecto aquello que considera una virtud. ¿Por qué nos gusta Mota, o, más modestamente, por qué me gusta? Porque me permite ver el vaso lleno hasta la mitad, o vacío hasta la mitad, y no me dan ganas de arrojarlo a la cara del que está imitando o del que está siendo imitado.

Me gusta porque es un tío que se ríe y hace reír y se respeta porque respeta.

Esa admiración por la energía de la parodia es lo que me pasaba cuando escuchaba a Fernán Gómez. A Sócrates ya lo disfrutó Platón y a mi me queda francamente lejos.

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