El silencio de la belleza
No hay nada inventado, ni hay asomo de piedad, en la obra de Thomas Mann
Muerte en Venecia es una novela crepuscular y decadente, pero Thomas Mann la escribió cuando tenía solo 36 años. Era 1911 —se publicó al año siguiente— y el olor de la peste ya recorría Europa. Se estaba desmoronando ese mundo aristocrático, higiénico y plácido en el que los hombres distinguidos, como Mann, pasaban largas temporadas veraniegas en balnearios y se entregaban a la meditación artística o al cultivo de los buenos modales. La Gran Guerra del 14 lo desbarató todo. A partir de entonces, saber usar los cubiertos y vestirse de etiqueta para la cena no fueron ya maneras sociales prestigiosas. En una ocasión, al hablar de Muerte en Venecia, Thomas Mann dijo que "nada de lo que hay en ella es inventado". El escritor, en efecto, se alojó en el Lido durante el verano de 1911, y allí le llegó la noticia de la muerte de Gustav Mahler, en quien supuestamente está inspirado el personaje del escritor protagonista de la novela (que Visconti rehabilitaría como compositor en su versión cinematográfica). Mann tuvo que huir de la ciudad, junto a su mujer, por la amenaza de peste. Y allí conoció también al bello Tadzio, que en realidad se llamaba Wladyslaw Moes y tenía sólo once años de edad.
El formidable atractivo que tiene Muerte en Venecia, la razón de que haya conocido tantas versiones y haya atravesado las épocas sin perder lectores, radica a mi juicio en su insobornable tristeza. No hay ningún asomo de piedad en ella. El paisaje es desolador, apocalíptico. Toda la belleza que se retrata —la más pura de Tadzio, pero también la belleza de la luz marina o de la ciudad vetusta— es solo un contrapunto terrible: la belleza que existió y se ha perdido, la belleza que se corromperá, la belleza que estamos condenados a contemplar sin poder poseer del todo. "Aschenbach se percató entonces con dolor de que con la palabra humana sólo es posible ensalzar la belleza física, pero no expresarla", dice Mann en un momento de la novela. La grandeza de Muerte en Venecia, como ocurre con todos los clásicos, consiste en que habla de muchas cosas diferentes y admite lecturas para todas las edades y todos los estados mentales. Pero el tema que obsesionaba a Mann, a sus treinta y seis años, era el de la belleza física, esa belleza física que no se puede expresar con el lenguaje humano y de la que el lenguaje humano ni siquiera forma parte. En la ópera de Britten —una ópera, una obra vocal—, Tadzio es un "personaje mudo". En la película de Visconti no se le oye hablar. Y en la novela de Mann tampoco le escuchamos: “Aschenbach no entendía una sola palabra de lo que contaba, que aun cuando fuese la cosa más vulgar, sonaba en sus oídos como una bella melodía”. Mann, el gran intelectual, el hombre que brillaba por sus ideas y por la sofisticación de sus argumentaciones, el prototipo de ilustrado europeo, se da cuenta de repente de que nada de todo eso sirve para estar vivo. De que la médula de la existencia es más primaria. De que la carnalidad sin inteligencia, sin atributos, lleva más fácilmente a la felicidad. En internet se pueden ver algunas fotos infantiles de Wladyslaw Moes, y resulta difícil creer que Thomas Mann se enamorara de él (si es que puede encontrarse dificultad en comprender algún amor). No es un arquetipo clásico e intemporal, como Björn Andresen, el elegido por Visconti, y tiene una edad, además, que no deja lugar a interpretaciones saludables. Pero fuera ese niño medio regordete, otro más viril o una muchacha lánguida —da igual—, lo que Mann encontró en ese momento de su vida allí en Venecia fue el pavoroso silencio de la belleza. La inutilidad de dedicar todos los esfuerzos a huir de lo que nos persigue. Él siguió escribiendo durante muchos años, ganó el Premio Nobel y se convirtió en una figura estelar de la intelligentsia europea. En La montaña mágica dejó escrito: "Ocuparse de matemáticas, digo, es el mejor remedio contra la concupiscencia". Thomas Mann, pues, fue uno de los mejores matemáticos de su siglo, pero en Muerte en Venecia, a los treinta y seis años de edad, tuvo unos instantes de duda.
Muerte en Venecia, de Benjamin Britten. Libreto de Myfanwy Piper, basado en el relato Der Tod in Venedig (1912) de Thomas Mann. Teatro Real, Madrid. Del 4 al 23 de diciembre.
La grandeza de Muerte en Venecia, como ocurre con todos los clásicos, consiste en que habla de muchas cosas diferentes y admite
lecturas para todas las edades
y todos los estados mentales
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.