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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Lizzy Caplan

Era inimaginable que Lizzy Caplan pudiera acabar envuelta en un personaje tan complejo como el de Virginia Johnson. Y sin embargo ella es la fiesta de la velada

David Trueba

Después de la espesa decepción que significó la última temporada de Mad Men, donde no se alcanzó el listón anterior, es difícil no preguntarse sobre las condiciones de expansión de las series de tele. Reconocidas por el aprecio popular con un enganche que se retrotrae a la serialidad en la literatura, cada vez es más complejo enfrentarse a una nueva temporada sin el pavor a quedarse por debajo de las expectativas. Para lograrlo, no es raro que muchos creadores recurran a la mezcla de tiempos, indagando en la infancia de los personajes, en episodios que forjaron su carácter. Así ha arrancado Boardwalk Empire, con los dos tiempos entre el Nucky Thompson crepuscular y el niño Nucky Thompson barriendo las aceras del recién levantado paseo marítimo de Atlantic City. Es un equilibrio difícil que no ha funcionado en otras ocasiones porque levanta en imágenes lo que en temporadas iniciales era un enigma, un oscuro rincón del pasado, y lo evidente es siempre mucho menos enriquecedor que lo sugerido.

La segunda temporada de Master of Sex, después de una primera donde se alzó como la serie adulta más estimulante de la programación, sufre de un peligro similar. En este caso las tramas secundarias tienen que dotarse de personalidad y no siempre logran el interés. Si existe una serie que resida sobre el encanto particular de su protagonista es esta. Era inimaginable que Lizzy Caplan cuando hacía de amiga insidiosa de Lindsay Lohan en Chicas malas pudiera acabar envuelta en un personaje tan complejo como el de Virginia Johnson, la sexóloga que junto al doctor Masters desarrolló un estudio sobre estimulación y cópula a partir de 1957. Y sin embargo ella es la fiesta de la velada.

Centrada en los encuentros sexuales de ambos doctores, la segunda temporada oscila entre capítulos de una intensidad casi teatral, donde uno de ellos transcurre íntegro entre las cuatro paredes de la habitación de hotel, hasta los apuntes de reflexión social sobre asuntos raciales, identidad sexual e impotencia. A ratos se percibe demasiado el esfuerzo por hinchar las tramas, por llenarlo de líneas de conflicto, una artificiosidad que contrasta con la evidencia de que la personalidad de su protagonista es el mejor andamio para sostener el tambaleante edificio.

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