Mouawad vuelve a volar alto
Oriol Broggi dirige un enorme montaje con 'Cels',el gran cierre de la tetralogía de Wadji Mouawad
"Aquí nadie sabe nada de nadie”, advierte Centier. “Somos herramientas, cada uno con su función. ¿Ha caído alguna vez en un avión? Al principio todo el mundo grita, pero luego el silencio es interminable. Solo quieres que se acabe, cualquier cosa antes que el silencio y el vacío de la caída”. Centier parece un personaje de Le Carré, un Smiley sin norte. De noche, en un jardín con estatuas, da la bienvenida a Clément, el nuevo criptógrafo. Dentro, lejos de todo y en el centro de todo, monitores, ordenadores, teléfonos, grabadoras, tableros llenos de fotos y recortes, y un babel continuo de conversaciones entrelazadas, superpuestas. Estamos en una célula de inteligencia de una organización internacional llamada Sócrates. Su trabajo: detectar, interceptar, clasificar, analizar y reenviar mensajes. Cinco analistas insomnes, atrapados por pesadillas nocturnas y diurnas. Al borde del abismo, o, como dice el viejo Centier, en caída libre. Llevan ocho meses al límite, encerrados, trabajando contra reloj para averiguar la pista de un posible macroatentado islamista con armas químicas. Les quedan cuatro días antes de abandonar el lugar y están en alerta máxima: 144 voces procedentes de 67 países se han registrado en menos de 24 horas, repitiendo el mismo mensaje en 34 lenguas diferentes. Y para acabarlo de arreglar, Válery Masson, un joven genio de la criptografía cuántica, el quinto as del equipo, se ha suicidado. Clément, su mejor amigo y más estrecho colega, con el que inventó un sistema de encriptación que combinaba matemáticas y poesía, ha llegado para descifrar sus últimos mensajes, e intuye que la causa de la muerte es haber descubierto algo terrible e inminente, algo que Masson llamó “la pista Tintoretto”, y que no tiene nada que ver con lo que buscaban. “Hay un diablo y no es el que creíamos. Sacarlo a la luz salvará la luz”, dice Clément.
A los diez minutos de Cels, de Wadji Mouawad, montado por Oriol Broggi en la cripta de la Biblioteca de Catalunya, ya estoy completamente atrapado. Tras la inexplicable inanidad de Seuls, vista también este año, Cels (Ciels, 2009), traducido al catalán (de nuevo espléndidamente) por Cristina Genebat, cierra a lo grande la tetralogía La sangre de las promesas, integrada por Litoral, Incendios y Bosques. Anoto: paralelismos con Daulte y, sobre todo, ecos (en trama y forma) de Lepage, el gran maestro de Mouawad. Añado: tiene el pulso afiebrado y oscuro de una serie conspiranoica, más Rubicon o Homeland que 24. Cels (soso título, lástima) es un texto enorme, poderosísimo, interpretado casi en estado de trance por sus cinco protagonistas, y para mi gusto (junto con Incendies) el mejor montaje de Broggi hasta la fecha, y uno de los grandes espectáculos de esta temporada que ahora acaba y que nos ha traído no pocos regalos.
No ha de ser cosa fácil establecer la sensación de claustrofobia y la amenaza creciente, sostener la tensión en los largos parlamentos y combinarla con la plasmación de imágenes (vivas, cambiantes) de buena parte de lo que sucede. En pocas funciones contemporáneas he visto más sabiamente utilizada la tecnología, sin ostentaciones, con una deslumbrante imaginación y siempre al servicio de la historia: un triple y rotundo bravo para el diseño audiovisual de Cisco Isern, el trabajo de sonido de Damien Bazin, la luz de David Bofarull.
Lo que me fascina de este texto es su constante mutabilidad. Hay una precisión casi científica en la apasionante investigación de Clément, que descifra paso a paso ante nuestros ojos (y los de sus compañeros) los secretos combinados de un poema ruso y de La Anunciación de Tintoretto como un Holmes contemporáneo, y de repente las palabras alzan el vuelo con una potencia conceptual que recuerda al mejor Koltès. Poesía es una de las claves del juego: hay poesía enferma, nacida del dolor, un malestar lírico y nihilista en el plan de los conspiradores, ese reverso de la Cruzada de los niños que hace pensar en una puesta al día de Los justos reescrita por Ballard; y poesía en la búsqueda de Clément y Masson, que rastrean “esa frase que nos falta y que podría dibujar de nuevo los contornos de la ciudad perdida, donde las puertas se abrían a los extraños y una voz querida nos decía que volviéramos a casa antes del anochecer”.
En pocas funciones contemporáneas he visto más sabiamente utilizada la tecnología, sin ostentaciones
Clément, el flamígero Eduard Farelo, y Masson, que Carles Martínez compone, desde su pantalla, con la melancolía y la hondura de una criatura de Tarkovski, son los personajes más complejos del relato, porque han de tomar las decisiones más dolorosas: ambos comprenden los motivos de los terroristas, que “no nacen de las oscuridades del presente, sino de las tinieblas del ayer”, y comprenden también que han de acabar con ellos, pese a la fortaleza de sus respectivos vínculos, porque “la poesía no puede ser cómplice de la sangre”. Venganzas, luchas generacionales, relevos de poder. Poco a poco aflora el pasado de los personajes, porque esa herida, personal y colectiva, es uno de los grandes temas de la obra. En pocas frases, Centier (formidable Xavier Boada) nos muestra la esencia de su pérdida: “La desobediencia al poder es el único jabón eficaz para borrar las manchas de sangre, aunque no borre su hedor. Sé de lo que hablo: vengo de una juventud que hizo de la desobediencia una alegría y una felicidad, una manera de vivir y de viajar”.
Hay otras heridas quizá sobrecargadas de un peso trágico un tanto inverosímil, como la que acarrea, en carne viva, Dolorosa Haché (electrizante Màrcia Cisteró). También el final en paralelo puede resultar demasiado simbólico, y aunque los sentimientos allí mostrados rocen igualmente el desafuero, suspendo mi incredulidad por la fuerza del lenguaje y de la interpretación, como solemos suspenderla ante la situación que da pie a un aria de ópera o, ciertamente, a una catarsis dramática. No quiero olvidar los trabajos de Ernest Villegas como el pragmático y temible Vincent LeChef, o de Xavier Ricart que borda el rol de Charlie Eliot Johns y alcanza altos y conmovedores acentos en esas últimas escenas. Es larga la lista, encabezada por Carles Martínez, de los actores que aparecen “virtualmente” en la función: una docena de estupendos intérpretes, de diversas nacionalidades e idiomas, de los que me gustaría destacar a Àlex López (Victor Eliot Johns) y Enric Auquer (Anatole Masson).
Cels. De Wadji Mouawad. Dirección: Oriol Broggi. Intérpretes: Eduard Farelo, Xavier Boada, Màrcia Cisteró, Xavier Ricart, Ernest Villegas. Biblioteca de Catalunya. Barcelona. Hasta el 27 de julio.
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