El rey de la sonrisa congelada
La cuarta temporada de ‘Louie’ explora los límites del humor
Alto, pelirrojo, afilado y muy listo, Louis Szekely (nacido en Washington en 1967 y más conocido como Louis CK) podría ser la otra cara del humor bárbaro de Bill Hicks, Lenny Bruce, Sam Kinison o el propio Andy Kaufman, cómicos que hurgaron en el alma de un país aparentemente pulcro y se enfrentaron a sus fuerzas vivas, a veces con desastrosos resultados. CK es tan irreverente como los mencionados pero ha tenido la suerte de llegar a la cima cuando la incorrección política le parece correcta a la mayor parte del hemisferio occidental y las reacciones furibundas a un gag no hacen más que universalizarlo.
La iglesia, los pederastas, el 11-S, el sexo, la esclavitud o las drogas son parte indispensable de la baraja de un cómico superlativo, una locomotora creativa que asombra además por su versatilidad dramática, capaz de combinar con habilidad la comedia de raíz clásica con el monologuismo —un género en el que no tiene competencia— o el drama puro y duro.
Después de una mala experiencia en HBO, donde su show Lucky Louie fue cancelado, CK decidió que lo de ser un hombre orquesta le iba a resultar más fácil que el infierno del asalariado. Fajado en las tablas de los (durísimos) clubes de improvisación de Nueva York y con fama de tozudo, el estadounidense creó su propio imperio y vendió su nueva criatura al mejor postor. Así nació Louie (de la que Canal + Series emite su cuarta temporada), serie que ha arrasado con una propuesta que conecta con Larry David y Ricky Gervais en el intenso trabajo para eso que se he dado en llamar ‘la sonrisa congelada’. Ese humor incómodo, áspero, que explora la frontera de lo permisible y que deja al espectador con la sensación de que se le está retando (y no invitando) a reírse.
En ese género, frecuentado por unos y otros con resultados desiguales (de la gloria de Gervais en The office al descalabro de su socio Stephen Merchant en Hello ladies), CK es una especie de Genghis Khan que acaba por convertir en un páramo cualquier tópico que toca. Como muestra, un botón: la comentadísima escena de Louie en que éste charla con una chica sobre la obesidad, probablemente una de las más auténticas y brutales conversaciones que jamás se han oído en televisión sobre lo que significa estar ‘gordo’ y el efecto demoledor que el físico tiene en la vida de una persona. Esa honestidad, notablemente cruel, es una de las señas de identidad de la serie y -sin duda- uno de los secretos de su éxito y, sobre todo, de su tremenda influencia.
El show, que ha crecido en cada temporada, deslizándose gradualmente del humor más tradicional (en códigos contemporáneos, por supuesto) a una exploración casi dramática de materias como la paternidad, la soltería o la madurez, se dispone ya a finalizar su cuarta temporada con objetivos muy distintos a los que se le suponía en su alumbramiento. Con CK desplazándose en ocasiones como centro de la acción y la ayuda de unos guiones extremadamente ambiciosos (Louie no es una sitcom, ni su protagonista, un actor al uso), la serie se encarama ahora a la joroba de los críticos con capítulos en los que la risa ni siquiera asoma al fondo: ese tándem de episodios donde Louis ve a su hija fumando marihuana y el posterior examen a la experiencia juvenil del propio CK, que en ocasiones parece cercanamente doloroso al protagonista. Así, borrando toda línea entre ficción y (auto)biografía, es difícil negar el inmenso talento del neoyorquino para convencer a la audiencia de que hoy en día ningún cómico le llega a él a la suela de los zapatos.
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