Aquellos chalados de Silicon Valley
La serie de HBO apuesta por un humor de irreverencia (casi) salvaje
La mejor manera de describir Silicon Valley (emitida por Canal +) es imaginarse a los protagonistas de The Big Bang Theory camino de Las Vegas, en un coche robado, después de haber atracado un banco.
La serie de HBO, reverdeciendo laureles gracias a Juego de tronos y True detective, apuesta por un humor de irreverencia (casi) salvaje centrado en las peripecias de un grupo de amigos en las fauces de Silicon Valley, meca de la tecnología moderna. Una suerte de El séquito sin sexo, sin fans y sin glamour donde los protagonistas miran el mundo con la perplejidad de un hámster al que —de repente— le cambian la rueda por una mecedora. Era una jugada arriesgada porque sabido es que la empatía es un factor altamente complejo y que simpatizar con un grupo de geeks de introversión sostenida y cuyas conversaciones son ininteligibles para el neófito es misión solo al alcance de un kamikaze.
Su creador, Mike Judge, conocido por su trabajo en Beavis y Butthead y Trabajo basura, ha encontrado finalmente —aunque sus episodios le costó— la nota adecuada para dirigir una serie excelente, que trabaja un humor reservado, tímido, pero que es capaz de virar hacia la comedia pura y dura (la de improperios y chistes sucios) sin necesidad de dar volantazos. El secreto está, probablemente, en un reparto donde destaca la extraordinaria química entre Thomas Middleditch (Richard) y T.J. Miller (Erlich), el apocado cerebro de una compañía a punto de ser un imperio y el chiflado autoasignado portavoz de la misma, respectivamente.
Silicon Valley, un paso por detrás del slapstick y dos por delante de la sitcom de toda la vida, triunfa porque a pesar de las dificultades que conlleva combinar los códigos de un universo cerrado y llegar al público generalista (que al final es el que decide si un producto funciona o no) se las arregla para funcionar en ambas frecuencias gracias a unos diálogos brillantes y —sobre todo— la extrapolación de conceptos para hacerlos accesibles: ahí queda el gigantesco gag en el que, mediante un algoritmo, los protagonistas tratan de averiguar cuánto tardaría Erlich en masturbar a un auditorio de mil personas. Un momento brillante que sirve como quintaesencia de lo que es esta serie: una comedia de alma clásica, de diálogos medidos, que aprovecha una narrativa —que en ocasiones parece varada— para crecer en cada episodio, sin esa necesidad que padecen algunos de correr antes de andar.
Se lamenta, eso sí, la ausencia del gran Christopher Evan Welch, cuya muerte (a los 48 años, por un cáncer) alteró los planes de Judge. Evan Welch, que interpretaba al magnate Peter Gregory y que ofrecía un contrapunto de atroz excentricismo que subrayaba la (presunta) normalidad de Richard y los suyos, era un recurso narrativo impagable. Obligado ahora a ser un personaje en off, la comedia ha perdido un elemento importante y habrá que ver cómo recompone Judge esa parte que tan bien había funcionado.
La otra cuestión será averiguar si los creadores sucumben a la (inevitable) tentación romántica que subyace en la trama o siguen empeñados en remarcar la soledad de tintes claustrofóbicos que se esconde tras un grupo de colegas que viven por y para lo suyo y para los que las féminas resultan tan peligrosas como un león en el comedor.
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