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LIBROS / HISTORIA

Reyes desnudos y escritores vendidos

Las crónicas en torno a los monarcas han gozado de poca objetividad a lo largo de la historia

El rey Enrique IV de Castilla
El rey Enrique IV de Castilla

Ningún relato resume tan bien la peligrosa relación entre intelectuales y monarcas como el de los filósofos Diógenes y Aristipo. Diógenes era soberbio, irrespetuoso, independiente y feliz. Vivía en una tinaja y comía hierbas. Aristipo vivía ricamente y despreocupado en la corte del rey Dionisio, aguantando todas las humillaciones del monarca. También era feliz. Un día los dos se encontraron mientras Diógenes hacía labores de cocina. “Si hubieras aprendido a comer esas hierbas, no serías un esclavo del tirano”, le espetó a Aristipo. “Y si tú supieras cómo comportarte entre hombres, no estarías lavando hierbas”, le contestó.

Por lo general, los que han escrito sobre los reyes siempre han sabido que les conviene mejor saber “comportarse entre hombres”, aunque a veces también tocaba ir en contra. Muchos eran simples mercenarios de la palabra, propagandistas pagados por el propio rey o sus cortesanos. Otros hacían lo opuesto, denigrar al monarca, pagados por algún rival o detractor. El caso paradigmático es el de Enrique IV de Castilla, aquel pobre hombre al que apodaron El Impotente para convencer a todos de la supuesta ilegitimidad de la heredera legal del trono, Juana La Beltraneja, y para que nadie dudara de la legitimidad de su sucesora como reina, Isabel la Católica.

De los dos principales cronistas contemporáneos que escribieron sobre el monarca uno, Diego Enríquez del Castillo, había sido contratado por el propio Enrique. El otro, Alfonso de Palencia, empezó trabajando para Enrique, pero luego pasó a estar en la nómina de los Reyes Católicos. Los dos eran capaces de narrar los mismos hechos de manera totalmente opuesta. Hasta la apariencia de un rey que parecía sufrir un tipo de gigantismo daba resultados distintos. Para uno de ellos, Enrique IV era de aspecto valiente “a semejanza de un león” y para el otro tenía “las facciones de un simio”.

Isabel la Católica fue, tal vez, la monarca que mejor entendió la importancia de controlar los medios de comunicación como el primer borrador de la historia que entonces elaboraban los cronistas y que hoy día elabora la prensa. Por eso pedía que los cronistas le entregasen sus escritos antes de publicarlos. “Yo iré á Vuestra Alteza según me lo envía á mandar, é llevaré lo escrito hasta aquí para que lo mande examinar”, escribe otro cronista suyo, Hernando del Pulgar, a la reina. El resultado es que se tardaron más de cinco siglos en hacerle justicia a Enrique, con la obra de Luis Suárez Enrique IV de Castilla. La difamación como arma política, o en hacer un retrato certero de la reina católica basado en documentos y no propaganda (Tarsicio de Azcona, Isabel la Católica).

A la mayoría de los escritores no había que obligarles a escribir a favor del monarca de turno. Ya sabían que la autocensura, ese mal todavía endémico, era la forma de sobrevivir. Y si no se ceñían a ello, les podía pasar lo que ha ocurrido estos días a los dibujantes españoles de El Jueves. Los coplistas satíricos, a menudo anónimos, rellenaban el vacío de la crítica que dejaban los cronistas oficiales. “O tú vives engañado o piensas que somos bobos”, dicen las llamadas Coplas del Tabefe sobre Fernando el Católico.

La hagiografía no solo distorsiona la historiografía. A veces el mayor damnificado es el propio monarca, llegando a creer lo que los aduladores le dicen al oído sin percatarse de la realidad. No es de sorprenderse que, para algunos, la caída en desgracia sea tan rápida, brutal e irrevocable. En su cuento El traje nuevo del emperador, Hans Christian Andersen lo resumió a la perfección.

Éste tiene un origen menos conocido en El conde Lucanor, una recopilación de relatos castellanos del siglo XIV. Dos charlatanes convencen al rey de que sólo los hijos bastardos serán incapaces de distinguir su tela especial. Así que todos callan cuando el rey se pasea desnudo por el pueblo hasta que, por fin, un esclavo negro que no tiene nada que perder revela la verdad: “Señor, a mí me da lo mismo que me tengáis por hijo de mi padre o de otro cualquiera, y por eso os digo que o yo soy ciego o vais desnudo”. Moraleja: todo príncipe necesita un esclavo negro que le diga la verdad. ¿Pero, quién se atreve?

GilesTremlett es autor de Catalina de Aragón (Crítica) y España ante sus fantasmas (Siglo XXI).

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