Benjamin Black juega a ser Chandler y llega a superar al maestro
Cuando alguien inicia una apuesta suicida como la de seguir la obra de un maestro, de un escritor influyente que creó un personaje que ha pasado a la historia de la literatura, acepta un envite del que solo puede salir victorioso o herido de muerte. Jonh Banville (Wexford, 1945), o más bien su alter ego para la ficción criminal Benjamin Black, aceptó de buena gana el encargo de los herederos de Raymond Chandler para escribir La rubia de ojos negros (Alfaguara, traducción de Nuria Barrios), una obra puramente chandleriana, con esa prosa, ese humor, ese estilo. Un homenaje desde el respeto, sin clichés ni tópicos, una continuación perfecta de la vida de ese detective maldito y adorable llamado Philip Marlowe.
En mi encuentro ayer con Black en un restaurante del centro de Madrid en compañía de un variopinto y excelente grupo de periodistas, editores y escritores, pude observar cómo el escritor irlandés hacía gala de un fino sentido del humor y de una gran conversación, pedía, por favor, críticas malas y defendía con total normalidad su apuesta. Un lujo que no dejamos de celebrar.
“Estoy esperando que alguien se queje, que algún fan me diga que cómo me he atrevido, que alguien se levante y diga que es una vergüenza. Lo peor que le puede pasar a un libro es que guste a todo el mundo y todos digan cosas geniales de él”, asegura Black sin pestañear, con esa voz cuidadosa y segura, que puede descender hasta el susurro, cuando le pregunto si tras el beneplácito de otros escritores (Stephen King o Richard Ford, por ejemplo) y la entrega de la crítica más exigente no teme la furia de los fans de Chandler.
El planteamiento de la novela es tan simple como eficaz. Principios de la década de los cincuenta. El negocio no anda en su mejor momento y Marlowe se aburre en su despacho cuando recibe la visita de Clare Cavendish, una millonaria atractiva, algo borde, elegante, rubia, de ojos negros. La mujer le encarga que busque a su amante, un hombre turbio, que no le pega nada y que ha desaparecido de la manera más extraña.
A partir de aquí, todo un desarrollo clásico que no quiero ni debo desvelar. Diré, eso sí, que Black se transforma en Chandler pero no cae en el cliché, no llena el texto de tópicos, no lleva al personaje al exceso y se mantiene fiel en el retrato. Marlowe recibe su dosis de palizas y malos tratos de los malos de siempre, filosofa en la barra de un bar, juega al ajedrez en su triste casa de alquiler, bebe mucho, se mete en líos, desafía a la autoridad, lucha contra sus resacas, y se enamora de quien no debe. Lo de siempre, claro, pero Black lo cuenta con altura literaria, frescura y estilo. Un par de fragmentos como muestra.
“Nos sentamos. Ella cruzó las piernas y colocó el vaso sobre su rodilla. Apenas había tocado su whisky. En la lejanía resonó el ulular de una sirena de policía. Encendí un cigarrillo. Hay momentos en que te sientes como si te hubieran llevado al borde de un acantilado y te hubierandejado allí”. “El problema, señor Hanson, es que la gente tiende a hacerse una idea equivocada de la policía. Van a cine y ven a esos agentes con gorras y pistolas en la mano que persiguen sin descanso a los malos. Pero la verdad es que a la policía le gusta llevar una vida tranquila, igual que a nosotros. Su objetivo, básicamente, es esclarecer los problemas, clasificarlos, escribir un pulcro informe, archivarlo junto a otros pulcros informes en pilas enormes y olvidarse del tema. Los chicos malos lo saben y actúan en consecuencia”.
“La cobertura que se le está dando al libro en España es impresionante”, asegura el creador de la saga del patólogo Quirke dirigiéndose a Rodrigo Fresán, escritor, amigo de Black y auténtico maestro de ceremonias. “Es que este país es muy chandleriano”, responde el argentino mirando a un Black cansado, que viene de una entrevista y va a otras dos después, que tiene una agenda imposible pero que no por ello deja de guiar la conversación, de ilustrarla con anécdotas e historias, de comentar alguna maldad sobre algún famoso escritor estadounidense que necesita la intervención de la intérprete para ser comprendida por la mesa mientras él sonríe.
A raíz de una conversación sobre la serie que la BBC ha realizado sobre Quirke (y sobre la que el escritor nos confiesa que no tiene ningún control ni recibe beneficios porque los derechos del personaje no le pertenecen) Black nos cuenta que no puede empezar a escribir si no tiene el título de la novela y el nombre de los personajes. En esta ocasión lo tenía fácil. Además de los protagonistas y de la maravillosa Cavendish- “es ella, es ella” asegura cuando ve la portada de la edición española-, cualquier aficionado se emocionará con la mención a Rusty Reagan, la aparición de los policías Bernie Olhs y Joe Green, el recuerdo permanente de su amigo Terry Lennox y, sobre todo, la presencia remota pero potente de Linda Loring, su antigua prometida, la mujer que marcó la vida de Marlowe. Loring queda mejor reflejada en unos pocos párrafos en esta novela que en toda la recreación que hace Robert Parker en el fallido remate de la inacabada Poodle Springs. Es la diferencia entre el éxito y el fracaso en este tipo de empeños.
Black juega con otras dos ventajas y voy a coger prestada la idea a Fresán: ama el género (Chandler no) y adora aquella época (al creador de Marlowe le daba igual). Querido Raymond que estás en los cielos, o donde quieras, seguro que sonríes y disfrutas con este regalo perpetrado por este genio irlandés de las letras. Larga vida a Marlowe, larga vida a Black.
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